El golpe de calor que recibí al entrar fue suficiente para desorientarme. Afuera hacia demasiado frío, nevaba, y dentro las personas cantaban, bailaban y reían con ropas ligeras y pieles sudadas.
El olor también era sofocante hasta el punto de hacerme crispar la nariz y respirar por la boca.
La sensación de que era una mala idea no desapareció y solo basto para alguien entre sin mirar y me golpeé desde atrás para comprender que no debería haberme metido allí en primer lugar.
El golpe me hizo trastabillar sobre los escalones hacia el sector de baile y empujé varias parejas que se quejaron por mi interrupción.
El aroma a sudor, el alcohol, opio y tabaco eran peores entre los bailarines. Contuve las arcadas pidiendo disculpas como podía y me alejé.
Tenía que volver, ese no era un lugar para que vaya sola y vestida de manera tan llamativa.
Tragué saliva con el corazón acelerado, mis zapatos hacían un roce áspero contra la sucia madera del suelo y casi caigo varias veces.
Alguien me grito algo cuando lo empuje sin querer, pero no comprendí el idioma en que me hablaban, una mujer me chilló una grosería y la ignoré sin saber cómo responder sin dejar mi cena en el suelo.
Sentí varias manos en mis hombros, en mis bolsillos y alguien también me sujeto del cabello, pero no tuve reparo en ellos mientras retrocedía hacia la puerta con más náuseas de las que sentí nunca.
Varias veces intente respirar para calmarme, no comprendía cómo me había alejado tanto de la puerta si solo caí hacia adelante, pero tanto humo me hacía perder el sentido de la orientación y cuando alce la cabeza para buscar la puerta me encontré del otro lado del bar, demasiado lejos.
Alguien me tomó del brazo con fuerza y el ahogué una mueca cuando el dolor se encendió en mí hombro.
—¿Dónde vas?.
Alce la cabeza. No sabía quién era ese hombre pero reconocía el olor a mar, sudor y falta baño en cualquier lugar. Era un marinero. Media alrededor del metro noventa y sus hombros, tenía hombros anchos, tatuajes, la cabeza rasurada con descuido y los dientes orgullosamente podridos.
Intente apartarme en vano, él me sujetaban con tanta fuerza que sus dedos se clavaban en el abrigo y luego en mí piel.
—¿Qué es ésto, Kwan?¿Una ramera nueva?.
Me giré buscando el origen de esa voz y me encontré un mar de ojos puestos en mí
Definitivamente no fue buena idea ir ahí. Ni sola, ni acompañada, ni con la caballería de la reina sentía que fuera buena idea.
Sujete la mano del hombre que me sostenía e intenté zafarme en vano.
—Señor, no soy una ramera, me perdí, lo lamento, suelteme por favor—apelé a la súplica con cada fibra de mí cuerpo y mire directamente a sus ojos asiáticos.
Su agarre se aflojo, correría a la puerta tan rápido como mis zapatos me lo permitan. Me preparé, pero de repente alguien más me tomo del otro brazo, con más fuerza y salvajismo, tirándome en dirección contraria.
El dolor de mí muñeca recién vendada se encendió y mis ojos se llenaron de sinceras lágrimas.
No pude evitar inhalar por la nariz para controlar el dolor y sofocarme con el aroma a tabaco.
—Genial, una ramera nueva—me giré hacia el hombre delgado que me sujetaban y sentí más miedo que con Kwan. Él apretó sus dedos en mí brazo hasta que volví a gritar, intentando apartarme, y luego sonrió envolviendome en sus brazos para enterrar el rostro en mí cabello e inhalar.—Oleis a nueva.
—Por favor, no soy...
El hombre se apartó para mirarme, sus ojos brillaban con deseo y peligro y la sonrisa en su rostro me daba miedo.
—Tu seras lo que yo digo—gruño con su mano alrededor de mi cintura, soltando directamente en mi nariz el tufo a alcohol.
Las piernas comenzaron a temblarme con furia y las ganas de llorar se volvieron irresistibles.
—Por favor, dejeme ir—alzo la mano libre para sujetarme del rostro con fuerza y sentí el metálico sabor a sangre llenar mí boca por su brusquedad, cuando acercó su rostro al mío y susurró:
—Me gusta que supliqueis.
Quise gritar, quise apartarme. Hubiera dado todo lo que tenía porqué cualquiera de las personas que pasaban por nuestro lado se volteara a intervenir, pero nadie presto atención a mis lamentos.
Aparté el rostro y me giré hacia el hombre de rasgos asiáticos, Kwan, que nos miraba sin saber muy bien que hacer. Lo miraba a él, me miraba a mí y luego buscaba alrededor a alguien en particular, así que aproveché.
—Digo la verdad, por favor—supliqué estirando el cuello en su dirección—, vine a buscar a Florencchia D’Lovego.
—¡Cierra la boca!—gruño el tipo que me sujetaba, tomándome por los hombros y sacudiendose con violencia.
Me volteé para volver a intentarlo, desesperada, y no contre el hombre asiático de cabeza razurada.
Había huido.
Un profundo vacío se abrió en mi pecho y el dolor en mí cuello por las sacudidas me hizo soltar una mueca.
—Por favor—el hombre volvió a envolverme con asquerosidad. Ahogué un grito aterrado ante su sonrisa—, déjeme ir, le daré dinero, le daré...
Sus cejas se alzaron con diversión y atrevimiento.
No parecía sentir remordimiento. Tenía una sonrisa pertubadora y carente de dientes, sus encías estaban oscuras e hinflamadas (no lograba comprender cómo podía hablar), había cicatrices largas en todo su rostro, y sus cejas tenían piojos entre cabellos, pero eran sus ojos lo que me pertubaban. Donde debía haber color y viyalidad, solo había oscuridad, y no como la de Julián, profunda, elegante y misteriosa, sino que era fríos y opacos. Divertidos de ver mí terror.
Me estemecí por el frío que caía de mí espalda y alcé la pierna por instinto, dándole en la entrepierna y provocando que me suelte para sujetarse el golpe.
Di una bocana de aire.
Era mí oportunidad. Me giré y comencé a correr en cualquier dirección lejos de ese tipo.