Puedes (debes) seguirme en Instagram si quieres comprobar quién es el ser más tonto del culo del mundooooo (spoiler: yo): @superb_scorpio
Sabíaque no había sido buena idea ir a la entrevista justo aquel martes.
Es decir, era martes trece, un gato negro había pasado por delante de la puerta del edificio en el que vivía desde hacía dos meses, y, al subir por aquella escalera con mi bloc de dibujo bajo el brazo, el tacón de siete centímetros de mi pie izquierdo se había partido, mientras una horrible tormenta amenazaba con perdurar todo el día y parte de la noche.
Estaba sentada en aquel sillón de piel, mirando todo a mi alrededor, con el obviamente mojado bloc sobre las piernas, haciendo una mueca con mi boca mientras me colocaba las gafas redondeadas, que se suponía que debían favorecer a mi rostro abultado y sin ningún tipo de ángulos, esperando a que el dueño de aquella empresa se dignara a aparecer después de veintitrés minutos de retraso.
Siempre me había imaginado trabajando allí, en aquella empresa fundada en 1899 por una de las mayores figuras en el mundo de la moda, junto a un selecto grupo de cinco personas elegidas de entre los mejores de todo el mundo en su categoría, cuyos diseños vestían desde modelos de las más prestigiosas pasarelas de moda hasta algún que otro miembro de la realeza europea, y todos con la exclusiva firma y el anhelado reconocimiento de cada uno de aquellos Selectos impreso en la etiqueta cosida a mano bajo el pomposo nombre de la marca, Laboureche. Y yo, Marie Agathe Tailler, iba a ser uno de ellos, costara lo que costase.
El director de la empresa, Narcisse Lauboureche, me había prometido una entrevista después de que, al haberse declarado una plaza entre los Selectos tras la jubilación de uno de ellos, hubiera enviado mi currículum junto a la carta de recomendación del Fashion Institute of Technology de Nueva York, donde había estudiado los últimos cuatro años de mi vida, y eso me había hecho inmensamente feliz.
Y esa misma felicidad, que ahora calificaría de alegría momentánea, se había visto truncada en el mismo momento en el que descubrí que la entrevista caía en martes trece, que había un gato negro merodeando por los alrededores del edificio en el que vivía y en que iba a suceder la mayor tormenta en años aquel mismo día. Lo del tacón se añadió después, como si el universo me estuviera gritando que estaba haciendo el ridículo intentando ganarme un puesto allí, con un solo hueco cubierto en el currículum en el apartado de "experiencia laboral" como ayudante de costura en la tienda de aquella vieja amiga de mi madre en París, mi ciudad de acogida, y con mi único encanto escondido en mi tímida sonrisa.
Me erguí en mi asiento cuando oí la puerta abrirse, con la mirada fija en aquel escritorio de patas de aluminio resistente y soporte de un limpísimo cristal, sobre el que se sostenía aquel cartel plateado en el que estaba inscrito el nombre de Narcisse Laboureche, justo al lado del gran ordenador de sobremesa y a la derecha del lapicero que guardaba celosamente aquella pluma bañada en oro blanco y de decoración elitista.
—¿Señorita Tailler? —acertó a decir la voz cascada de un hombre, a la vez que el ruido de sus lentos pasos y de su bastón al chocar contra el suelo hacía eco en la luminosa y moderna estancia donde hacía, exactamente, veintiséis minutos que estaba esperando.
Me levanté cuando el hombre de cabellos blancos y gesto triste en su rostro arrugado y manchado por la edad se paró frente a mí, escrutándome con aquel par de ojos pequeños y de un tono verde desgastado tras las gruesas gafas de pasta rojas, excéntricas y modernas, a juego con su corbata y sus zapatos de cordones.
Le tendí la mano cordialmente, totalmente embriagada por aquella sensación de devoción hacia aquel hombre, aguantando a duras penas con una mano mi bloc de DIN A3 lleno de bocetos, manteniendo mi forzada sonrisa hacia él.
—Un placer —respondí, casi sin poder creérmelo, a la vez que él levantaba como podía su brazo izquierdo, ofreciéndome su manchada mano regordeta. Se la estreché con todo el respeto que pude, a pesar de que estuviera haciendo equilibrios sobre mi pie izquierdo—. Gracias por concederme la entrevista, es un gran honor para mí poder conocerle en persona.
El viejo asintió con un indicio de sonrisa y se lanzó sobre el sillón negro que había detrás de él, donde inspiró y expiró tan lentamente que creí que le estaba pegando un paro cardiorespiratorio.
—Fue mi bisnieto el que se la concedió, yo solamente he sido enviado para analizar su trabajo como he hecho durante los últimos ochenta años de mi vida —me respondió al cabo de un rato, cuando el silencio había invadido la sala y yo no sabía hacia donde mirar.
—Pero... Usted es Narcisse Laboureche —afirmé, inclinándome hacia el hijo de una de mis mayores referentes—. El dueño y director general de Laboureche.
—Hace dos años que ya no regento como director, señorita Tailler. Mi bisnieto, Narciso, es quien lo hace —objetó, mirándome altivo, como si le hubiera faltado al respeto con mi evidente falta información, no documentada en la página de Wikipedia de Laboureche.
—Lo siento, yo... —empecé, juntando mis manos para evitar que aquel hombre de mirada juzgadora viera el tembleque de mis dedos.
—¿Me haría el favor de mostrarme la colección? El tiempo apremia —me interrumpió, señalando con la barbilla mi bloc mojado, del que me avergoncé al instante cuando lo dejé sobre la mesa, frente a él—. Más cuando vas a cumplir los ciento tres años en tan solo cuatro días.
Asentí, pues no sabía si reírme, llorar, o salir inmediatamente de aquel lugar. El silencio siempre había sido mi mejor aliado y no quería que dejara de ser así. Tampoco es que tuviera otra opción.
—¿Tengo que...? —pregunté, mirando asustada a aquel hombre, que desprendía elegancia por todos los poros de su piel, pese a su longevidad.