En mi terraza trasera, aquella que daba al edificio de enfrente, donde vivía aquel chico de cabellos castaños y ojos profundamente celestes que tendía la ropa sin camiseta cada día a las ocho y cuarto, incluso en invierno, habitaba mi modelo favorita en su jaula de decoración vintage y comedero rosa siempre lleno hasta arriba de nueces.
Lady Squirrel Mary Pain era mi ardilla roja.
La gente a la que le había presentado a mi fiel amiga —poca, puesto que a prácticamente nadie le importaba mi vida— no solía comprender cómo aquel animal peludo y de patas cortas podía ser la modelo principal de mis más fabulosos diseños, aunque realmente era el mejor maniquí viviente porque no me hacía malgastar las caras telas que ocupaban la mayor parte de mi armario. Y, como valor añadido, muchas culturas antiguas decían que las ardillas eran portadoras de buena suerte y yo la necesitaba con urgencia.
Lady S, como solía llamarla, había venido a mí durante mi estancia en Nueva York, tal vez en segundo curso, cuando merodeaba por aquella zona prohibida de Central Park comiendo una barrita energética de avena y frutos rojos deshidratados que ella quiso robarme. En algún momento de nuestra lucha por mi aperitivo, acabó escondida en mi bolso sin que yo me diera cuenta y, más tarde, cuando llegué a mi habitación en la residencia de estudiantes de Manhattan, saltó sobre mi cama sin darme tiempo siquiera a procesarlo. Antes de darme cuenta, ya le había comprado una jaula y, cuando volví a Francia, ya éramos inseparables.
Había encontrado un hueco para su jaula en aquella terraza trasera en la que solía pasarme aquellos cálidos días de verano escondida entre las rosas que adornaban la oscura barandilla, sentada en el sillón de exterior con mi inseparable bloc de dibujo sobre los muslos, rellenando con lápices de colores los trazados oscuros que había sobre el papel, observando cómo el vecino tendía la ropa semidesnudo, besaba a alguna chica tras el cristal de su habitación o cómo cogía un libro para leerlo bajo el toldo de su terraza, frente a mí, inmerso en aquella mágica historia sin percatarse de mi presencia justo al otro lado de la barandilla, disfrutando de la suave brisa veraniega que desordenaba su cabello castaño y de destellos dorados en varias direcciones.
Hacía poco más de cinco meses que vivía en aquel edificio que carecía de ascensor a tres calles del Sena, en un pequeño y claustrofóbico apartamento en el quinto y último piso que había sido construido durante la Primera Guerra Mundial y llevaba, por lo menos, diez años sin reformarse. Había conseguido pagarme el alquiler con lo que ganaba trabajando para Gabrielle Bertin, la dueña de la tienda de vestidos de novia, y eso, hasta aquel entonces, había sido suficiente.
El castañeo de los dientes de Lady S al intentar abrir una de las gigantescas nueces que había en su comedero me desconcentró durante una milésima de segundo, algo que, desgraciadamente, provocó que trazara una línea recta que dividió en dos el vestido de corte sirena y escote de corazón que llevaba horas dibujando. Maldije por lo bajo, cogiendo la goma de borrar e intentando eliminar aquel horrible trazo de mi más preciado diseño por aquel entonces, que pretendía ser de un intenso color violeta a juego con unos guantes largos hasta el codo y unos zapatos de pedrería que hacía tiempo que había visto en el escaparate de Jimmy Choo, para los que llevaba ahorrando más de seis semanas.
—¿Podrías hacer menos ruido? —le pedí en tono afable a mi ardilla, que se ocultó la nuez en una de sus mejillas fingiendo que no pasaba nada, mirándome con ternura a través de aquellos ojos negros hasta que decidió darse la vuelta y esconderse en su habitáculo para seguir devorando aquella nuez en paz.
Puse los ojos en blanco, continuando con mi misión de borrar aquel horrible desastre, hasta darme por vencida en mi misión.
Levanté la mirada hacia la terraza de en frente, suspirando, y fijé mi vista en las barandillas negras del balcón vecino, a menos de un metro de distancia del mío, a plena vista, a diferencia de mi pequeño lugar de descanso, oculto bajo aquellas rosas que seguían floreciendo a pesar de estar a mitades de julio.
Era triste que mis mejores vistas fueran la fachada de piedra gris del edificio de enfrente, la terraza del vecino descamisado y el cielo nublado que no solía dejarme disfrutar de la calidez del sol en mi pálida piel.
Me sorprendí al oír el chasquido de las persianas al desbloquearse y vi, asombrada, como el perfecto cuerpo de aquel hombre de ojos azules se deslizaba por el hueco de la puerta hacia su vacía terraza, ataviado con unos ajustados bóxers y con tres piezas de ropa que empezó a tender en la misma barandilla, sin preocuparse demasiado por si se caían hacia el estrecho callejón que había entre nuestros edificios.
Miré mi reloj, que marcaba las ocho y diecisiete, y devolví la mirada al esculpido cuerpo de mi vecino, por el que llevaba babeando los cinco meses que llevaba viviendo en aquel mismo apartamento.
—Dos minutos más tarde que de costumbre —me dije a mí misma, asegurándome que mis rosas me ocultaran por completo a la vez que pudiera tener una clara visión de su más que estupenda figura.
No pasaron ni diez segundos hasta que oí cómo la puerta se abría de nuevo y una desconocida persona aparecía tímida en la terraza, ocultando sus pechos desnudos con un brazo y acercándose de puntillas hacia mi vecino, de espaldas a ella, para abrazarlo por la cintura poco tiempo después.
Alcé las cejas, aunque no estaba demasiado sorprendida por la presencia de la chica, pues era habitual la visita de sus innumerables amantes, y esperé un par de segundos hasta que el vecino atrapó el rostro de la joven pelirroja entre sus manos y besó los labios de la chica con pasión, permitiendo que ella agarrara su trasero con deseo y yo decidí que había visto demasiado.
Me levanté cuidadosamente, intentando no hacer demasiado ruido, escondiéndome de nuevo entre las sombras, esperando que ninguno de los dos se hubiera dado cuenta de mi presencia, aunque, si lo habían hecho, por la forma en la que ella rodeó la cadera de él con sus largas y pálidas piernas tras dar un salto sobre mi vecino, supe que no les había importado.