Querido jefe Narciso

Capítulo dos

No llevaba mucho tiempo allí, pero el hecho de que prácticamente cada día una molesta llovizna encrespara mi cabello naturalmente liso empezaba a volverme loca, así como el frío matutino que se convertía en el más cálido infierno a lo largo del día me estaba fundiendo las pocas neuronas que me quedaban.

Llevaba puesto mi uniforme de trabajo, que constaba de una blusa de lino blanco y unos pantalones paperback anudados a la cintura completamente negros, siendo aquel el atuendo más sencillo en todo mi armario, y, a pesar de ello, al obrero sentado en el mismo banco que yo en la parada del autobús le parecía de lo más provocador.

El susodicho, de entre treinta y cuarenta años y con rasgos árabes, ni siquiera se esforzaba en disimular que miraba mi busto por el pequeño escote que la blusa me obligaba a mostrar debido a la ausencia de botones en su parte superior y yo ya no sabía cómo taparme para evitar que el baboso desconocido fijara sus ojos negros y lujuriosos en el lunar situado entre mis pechos.

Me ajusté los auriculares y subí el volumen del móvil para evitar escuchar sus constantes quejas que le servían como excusa para seguir mirándome con descaro y me levanté inmediatamente al ver de lejos el autobús llegar.

Le eché un último vistazo al hombre asqueroso y ni siquiera fingió que no me estaba mirando el culo, porque sus ojos ahora estaban clavados en mis nalgas y se relamía los labios como si fuera una especie de croissant en lugar de una persona.

—Eres un cerdo —acerté a decir, subiéndome al autobús con rapidez y rezando para no tener que compartirlo con él. Los astros me oyeron, pues, cuando las puertas del vehículo se cerraron, él todavía seguía sentado en el banco buscando una nueva presa en la señora octogenaria que revolvía su bolso con inocencia.

Pagué mi billete sin comunicarme con el conductor, algo más que habitual, y volví a subir el volumen de la música cuando avancé por el angosto pasillo del transporte público.

Conseguí visualizar un sitio doble casi al final, detrás de una pareja de adolescentes uniformados que se tomaban fotografías con la lengua sacada, como si aquello fuera su mejor pose.

No me detuve a observarlos y me senté justo al lado de la ventana, como de costumbre, a la vez que miraba por la ventana con melancolía mientras Duncan Laurence cantaba con dulzura Arcade.

No pude evitar empezar a tararear en voz baja, sin ni siquiera darme cuenta de que alguien se había sentado a mi lado, hasta que oí un fuerte carraspeo.

Me giré sobresaltada hacia el joven trajeado a mi derecha y vi cómo movía los labios en mi dirección, aunque no podía oír lo que decía.

Pausé mi lista de reproducción y separé mi auricular derecho de mi oreja antes de dirigirme hacia él de nuevo.

—Perdone, ¿decía algo? —pregunté, avergonzada, intentando mantenerle la mirada.

El joven, que debía rondar los veinticinco años, frunció el ceño, provocando que sus cejas oscuras y fabulosamente pobladas formaran una línea recta.

—Que si no le importaría bajar el volumen de la música. Me está molestando a mí y a la mayoría de los presentes —dijo con redundancia, pese a que nadie nos estuviera mirando, antes de apretar sus labios carnosos y naturalmente perfilados con desaprobación.

Alcé las cejas, sorprendida, aunque asentí con la cabeza inmediatamente, algo cohibida porque me hubieran tenido que llamar la atención.

Me quité el otro auricular y lo desenchufé de mi móvil, que yacía sobre mis muslos, antes de guardarlo todo junto en el interior de mi bolso, que seguía colgado de mi hombro.

—No he dicho que lo apague —insistió el hombre de cabellos rizados y voz firme y autoritaria—. Puede poner lo que sea de su agrado, pero a un volumen aceptable y que tan solo machaque sus tímpanos, no los de los demás.

Parpadeé un par de veces en su dirección, sin comprender por qué me seguía hablando.

Él alzó las cejas, esperando a que respondiera, clavando sin ningún tipo de reparo sus ojos marrones en mí, a la vez que alzaba sus cejas perfectas, expectante.

Era un joven excepcionalmente guapo. Tenía las facciones poco marcadas, con su nariz recta y fina, digna de la más bella escultura griega y aquellas espesas y largas pestañas que acompañaban la línea oscura de sus ojos almendrados con delicadeza. Sin embargo, toda la atención de su rostro caía en sus labios gruesos y rosados, tan intensos como brillantes, perfectamente delineados y dignos de cualquier modelo de revista, de aquellos que aclamaban ser los más bellos del mundo, aunque estaba claro que él lo era muchísimo más.

Tuve que sacudir mi cabeza para despertar de la ensoñación cuando él volvió a carraspear, mirándome con el mismo gesto de quien tiene un mal día, como si me culpara en parte de ello, como yo llevaba haciéndolo desde hacía años con los gatos negros, esperando una respuesta por mi parte.

—No, yo... La siguiente es mi parada —titubeé, antes de estirar mi brazo para apretar el botón de stop que había justo detrás de su cabeza.

Él, lejos de sentirse avergonzado, como lo habría hecho yo, volvió a alzar las cejas antes de levantarse de su asiento, dejándome pasar, cortés, aunque por su gesto era obvio que lo estaba haciendo más por obligación que por gusto.

Se ajustó su americana oscura y desatada a la vez que intentaba mantener el equilibrio sin agarrarse a ninguna barra y, cuando conseguí salir de aquel lugar, le dediqué una pequeña sonrisa a modo de agradecimiento, que, desde luego, él no me devolvió.

—Que tengas un buen día —dije a modo de despedida, agarrando el asa de mi bolso con rapidez cuando el vehículo se detuvo y las puertas se abrieron para permitirme salir.

—Eso es imposible —respondió él con desprecio, volviendo a su sitio y colocando el maletín que llevaba en su mano derecha donde yo había estado sentada todo aquel tiempo, tan desganado como nadie en todo aquel autobús y asqueado por todo a su alrededor. Maldito maleducado.




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