Gabrielle Bertin era una mujer menuda, de cabellos cobrizos siempre perfectamente teñidos y de ojos exageradamente grandes, desproporcionados en relación a su pequeño rostro pecoso, uno de ellos de un color marrón muy oscuro y el otro tan azul como el mismísimo cielo.
Para mi desgracia, estaba obsesionada con la puntualidad y el orden, ambos dones que el repartidor de cualidades de allí arriba, por el cielo, se había olvidado de dotarme al nacer y eso casi me había costado el trabajo siete preciosas veces.
Gabrielle abría la tienda de lunes a sábado de ocho y media de la mañana a ocho y media de la noche y dividía a sus veintiséis empleadas en dos turnos, el primero de los cuales me incluía a mí. Éramos trece cada mañana, distribuidas en trece mesas independientes y trece máquinas de coser, una para cada una, y, desgraciadamente para mí, la mía era la última.
Era conocido por todos la mala suerte de aquel número, el cual me costaba pronunciar en voz alta y, como no podía ser de otra forma, me había tocado a mí ser la que trabajara con la máquina de coser número doce más uno. A veces culpaba a aquel número maldito de mis dedos pinchados y de mis desgracias laborales y no era para menos. Realmente todo lo relacionado con el trece era un horror.
Aquel día tuve que correr algo más de lo necesario para llegar a la rue en la que se encontraba aquel taller de novias, pues, entre haber perdido el primer autobús y haberme puesto a pensar en el hermoso e irrespetuoso hombre del asiento de al lado mientras bajaba por la primera calle se me habían hecho las ocho y treinta y cinco y Gabrielle no era muy paciente.
Entré en la tienda como una exhalación, intentando respirar por la nariz y no por la boca, a punto de desmayarme por la falta de aire y el dolor de mi cuerpo por aquella innecesaria maratón de unos largos cien metros que a cualquier persona normal le habría costado menos que a mí quejarme por ello. Me convendría hacer algún deporte. El lunes empezaría.
Gabrielle estaba esperando junto al mostrador frente a Grégory, el cartero de aquel distrito, de quien era sabido que estaba enamorado perdido de Gabrielle, aunque ella le sacara más de diez años.
El hombre de piel oscura y altura vertiginosa se mantenía en silencio mientras mi jefa leía tranquilamente aquella carta que tenía entre las manos, pese a que la hoja de papel estuviera temblando casi tanto como mis músculos después de la horrible carrera.
—Buenos días —dije, aunque probablemente no vocalizara ni una sola sílaba.
Gabrielle ni siquiera levantó la mirada y el cartero, quien no parecía querer moverse de allí, me hizo un movimiento con la mano para que mantuviera el pico cerrado.
Obedecí, dirigiéndome a la trastienda, donde se encontraba nuestro taller, pasando por detrás de la jefa sin que ella se diera ni cuenta.
Todas mis compañeras de trabajo se encontraban detrás de la puerta de madera clara que las separaba de la tienda, cuchicheando sobre lo que estaba ocurriendo, curiosas, impidiéndome avanzar hacia mi puesto de trabajo.
¿Qué era tan escandaloso como para estar en aquella situación?
—¿Ha dicho algo? —preguntó una de las costureras, mirándome a mí o a la puerta, quién sabe, pues era bastante bizca.
Negué con la cabeza y conseguí encontrar un hueco entre ellas para escapar de sus preguntas.
Lo de socializar no era lo mío.
Me acerqué a la mesa del fondo a la derecha, la número trece, y dejé mi bolso sobre ella, antes de rebuscar mi móvil en el desorden que lo formaba.
Cuando conseguí encontrarlo, revisé mis mensajes con esperanzas, aunque nunca nadie me enviara ninguno.
Tan solo había tenido una amiga en mi corta existencia, Paulette, y, como todos en la desgracia que era mi vida, había acabado por alejarse de mí, aunque ella con razón. Se había acostado con el amor de mi vida Graham Gallagher, el que era ahora el director de la Modern Couture, la revista de moda más influyente de París, aunque, cuando nosotras le conocimos, era tan solo el chico escocés de intercambio en nuestro colegio privado en Lyon. Todavía recuerdo aquella confesión a mi mejor y única amiga sobre mi amor platónico con el pelirrojo de ojos verdes y su pronto ataque al chico nada más ver una oportunidad. Suerte que ese mismo año marché a Nueva York a estudiar diseño y nunca, jamás, volví a verla. Era mejor así.
Ahora, lo más cercano a una amiga que tenía era Lady S, y, por alguna razón, ella no estaba capacitada para enviarme un mensaje instantáneo, aunque habría sido gracioso.
Me sobresalté cuando dos manos golpearon con fuerza mi mesa, provocando que mi corazón retumbara en mi pecho y haciendo que soltara al instante mi móvil a la vez que daba un paso atrás.
Marinette Lamartine, la novia psicótica del año y a la que le estaba confeccionando su vestido de novia de corte sirena, estaba frente a mí, con el ceño fruncido y el cabello alborotado, como si acabara de levantarse de la cama.
—¿Qué demonios está pasando, Agathe? —gritó, como si yo supiera a lo que se estaba refiriendo.
Miré por encima de su hombro a las doce empleadas tras la puerta escuchando los novedosos gritos de Gabrielle, los cuales no había advertido hasta aquel mismo instante.
—¿Cómo has entrado? —pregunté, devolviendo mi mirada a la joven futura novia, quien, con ojeras pronunciadas y labios resecos, me daba cada vez más la impresión de que acababa de salir de la cama.
Marinette me señaló la puerta trasera, abierta de par en par, por la que solían descargar los camiones de mercancías y por donde las chicas salían a fumar un cigarro entre costura y costura.
—Creo que me merezco una explicación porque llevo toda la noche intentando contactar con tu jefa y, dejando de lado que no me haya respondido a ninguna de las treinta y nueve llamadas perdidas, llego aquí y ni siquiera me dejan entrar por la puerta principal. ¿Qué mierda de atención al cliente es ésta?