Querido jefe Narciso

Capítulo cuatro

Salí del taller sobre las tres de la tarde, tras haber sufrido más de siete horas de gritos inagotables por parte de mi intranquila jefa, quien, por lo general, solía ser una persona bastante pacífica. Algo la había hecho cambiar de opinión.

Mi compañera de la derecha, la de la máquina número doce, me había susurrado que tal vez la habría abandonado su marido, aunque, para empezar, Gabrielle nunca había mencionado que tuviera uno y, para continuar, si la hubiera dejado, no lo habría hecho por carta a no ser que aquel hombre hubiera salido del siglo diecinueve.

Por supuesto, yo no le había respondido y me había limitado a asentir con la cabeza, como siempre había hecho cuando alguna de ellas —de las cuales, al menos tres, me triplicaban la edad— intentaba entablar alguna de sus conversaciones llenas de rumores dañinos conmigo.

Las nubes dominaban el cielo, dotándolo de un tormentoso color grisáceo que anunciaba la inminente tempestad que ya se manifestaba con el fuerte agitar del viento.

No tenía ningún paraguas pese a las terribles previsiones meteorológicas, y es que había tenido que tirar el último que me había comprado porque, sin yo quererlo, se había desbloqueado solo en el centro de mi salón cuando yo estaba echando la siesta en el sofá. Dios sabe cuánto tiempo estuve bajo la sombra de aquel paraguas abierto de par en par en un lugar cubierto, uno de los mejores atractivos de la mala suerte, la que siempre me acompañaba.

Me abracé a mí misma, intentando que mi camisa de lino se pegara a mi cuerpo, permitiéndome conservar el calor que mi piel desprendía contra aquel viento polar que removía sin cuidado las hojas verdes de aquellos árboles mal distribuidos a lo largo de la rue en la que se encontraba mi lugar de trabajo, a ochenta y tres pasos largos de la parada de autobús a la que me dirigía.

No podía dejar de pensar en Gabrielle, en cómo su rostro afectado al leer aquella carta la había convertido en el demonio de Tasmania y en cómo eso me afectaba a mí y a mi carrera.

Había recibido varios mensajes de la novia psicótica y la verdad era que no había respondido a ninguno. No sabía lo que podía pasarme si mi jefa descubría que iba a seguir utilizando sus telas y su material para confeccionar un vestido de novia del cual ella no iba a ver ningún beneficio. O tal vez sí.

Negué con la cabeza, intentando borrar aquel recuerdo de mi mente, y me centré en continuar con mi caminata sin pensar en nada más.

La primera gota fría y silenciosa cayó sobre mi cabeza y la siguiente sobre mi mano.

Logré cobijarme bajo la marquesina justo antes de que empezara a llover con fuerza, empapando al instante a los pocos viandantes que cruzaban aquella intransitada calle con la cabeza gacha, intentando proteger sus rostros del agua terrosa que ensuciaba todos aquellos coches mal aparcados en aquella cuesta.

Me abracé con más fuerza, sintiendo cómo la lluvia salpicaba en el suelo, mojándome mis caros botines print animal, los cuales iba a costarme limpiar.

Por alguna alineación de los astros a mi favor, justo antes de que la tormenta lograra absorberme mucho más allá de mis pobres zapatos, el autobús apareció frente a mí, abriendo sus puertas hacia su iluminado interior, como si de las puertas del cielo se tratara.

Corrí rápidamente hacia el vehículo, con mi moneda de euro preparada para entregársela al conductor con una sonrisa, la primera que le dedicaba en mucho tiempo, aunque no recibí nada más que el ticket de vuelta por su parte, pues ni siquiera se había dignado a mirarme.

Suspiré, girándome sobre mis talones para dirigirme hacia el pasillo que llevaba a los ocupados asientos del autobús.

Una señora de cabellos rizados sentada de espaldas a mí se levantó nada más el vehículo empezó a avanzar, pidiendo al conductor que se detuviera en la próxima parada en un grito, dejando como por obra de los dioses aquel asiento vacío.

Mis piernas flaqueaban debido al cansancio y fue un suspiro para mí dejarme caer sobre aquel sucio e incómodo asiento, el cual, sin lugar a dudas, era lo mejor que me había pasado en todo el día.

—Esto debe de ser una broma —anunció una voz masculina, profunda y grave, a mi derecha.

Giré mi cabeza hacia él algo extrañada, sin saber qué podría estar pasando. No tardé en averiguarlo.

El hombre con el que había compartido asiento aquella misma mañana estaba justo a mi lado, con el móvil pegado a la oreja y la mirada fija en mí.

Parpadeé repetidas veces en su dirección, sin saber cómo tomarme su comentario o si debía saludarle de alguna forma, algo que yo nunca había hecho ni siquiera con la presidenta de la comunidad de vecinos, quien, por alguna razón, tenía las llaves de todos y cada uno de los apartamentos y le gustaba fardar de ello, como si anunciara un inminente allanamiento de morada.

—Espero que no tenga planeado escuchar la música a todo volumen como si esto fuera su coche particular, señora —soltó, sin más, como si quisiera entablar una conversación a partir de ello.

Fruncí ligeramente el ceño, segura de que lo que estaba diciendo no era, para nada, lo correcto.

—Si le molesta el ruido, no debería de subirse a un autobús, para empezar —le contradije, sacando mis auriculares del bolso, aunque en un primer momento no había tenido intención de hacerlo.

El hombre del traje bajó el teléfono y cortó la llamada que le había mantenido ocupado para encararme, con la barbilla en alto y sujetando su maletín con dignidad, con sus manos grandes y de marcadas venas de cierto tono azulado, tan fuertes y seguras como parecía mostrarse él.

—Qué juventud más desagradable —gruñó él, levantándose de pronto, dejando la hebilla plateada de su cinturón de cuero azulado frente a mi rostro. No pude evitar observar la inscripción en la parte inferior del accesorio, en la que, claramente, decía Laboureche.

Me aparté rápidamente para dejarlo pasar y vi cómo, a regañadientes, avanzaba hacia las puertas del autobús cuando éste giraba hacia uno de los distritos con más prestigio de París, acorde a su porte elegante y a aquel cinturón el cual, por lo menos, costaba más que toda la ropa que llevaba puesta en aquel momento, incluyendo mis preciados botines.




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