Querido jefe Narciso

Capítulo seis

Los truenos habían sido sustituidos por el cantar de las cigarras y el sonido de la molesta llovizna en la terraza por el de la película en blanco y negro que se reproducía en mi ordenador portátil, el cual nunca utilizaba.

Había alcanzado una bolsa de golosinas de fresa de lo alto del armario dedicado a los ultraprocesados hipercalóricos entre los que destacaban las innumerables bolsas de patatas fritas de distintos sabores y los tantos botes de chucherías que contribuían a que mis dientes hipersensibles fueran el principal punto de dolor de todo mi cuerpo, aunque, la verdad, a mí me daba igual.

Nada en la vida me aportaba más felicidad que el dulce, la moda y, por supuesto, mi ardilla, la cual, libre por mi habitación, correteaba por encima de la cama sin destino alguno.

Tenía la carta de Laboureche sobre la cómoda, justo al lado del libro inacabado de Virgina Woolf, esperando el momento oportuno para leerla.

¿Qué empresa seguía comunicándose por correo ordinario?

No estaba segura de si aquello era una buena o una mala noticia. Hacía seis meses que había enviado mi petición para el puesto de Selecta en los talleres de Laboureche y, aunque no se hubieran pronunciado para ocupar el puesto vacante desde hacía casi nueve meses, sí que había rumores de quiénes podían ser los sustitutos: Henri Gauguin, la mano derecha del director creativo de Dior, y Sabine Delacroix, una de las mejores diseñadoras de Chanel hasta la fecha. No tenía nada que hacer contra ellos y, aunque estuvieran tardando demasiado en hacer público al futuro Selecto, yo ya había perdido todas mis esperanzas.

Negué con la cabeza y devolví mi atención a la pantalla del ordenador. Los dos protagonistas de la película se estaban fundiendo en un apasionado y falso beso típico de la época dorada de Hollywood, cuando el sexo desenfrenado y sin ningún pretexto todavía no se había introducido en las escenas de relleno de las historias románticas. O, al menos, de las que intentaban serlo.

Yo nunca había besado a nadie. Tampoco se me había presentado la ocasión, por supuesto, y yo tampoco había intentado que hubiera ocurrido todo lo contrario.

No era alguien especialmente desagradable de ver. Muchas personas habían halagado mi cabello lacio y castaño, con reflejos dorados durante los meses de verano, y también las escasas pecas en invierno, las cuales aumentaban con la llegada del calor, repartidas por mis redondeadas mejillas pálidas, las cuales me habían dejado de parecer adorables cuando cumplí los dieciocho, aunque a muchas de las personas que me las habían mencionado seguían pareciéndoles absolutamente achuchables, pese a mis ya cumplidos veintidós años.

Me llené las ya mencionadas mejillas con un puñado de golosinas que se fundieron con el calor de mi boca, permitiéndome disfrutar durante más tiempo de aquel dulce y agradable sabor a fresa azucarada.

El final de la película dio paso a los créditos y, aunque siempre había sido una fanática del cine de los sesenta, aquello no estaba incluido.

Bajé la tapa del ordenador, tras la cual se encontraba Lady S escondida, llenándose la boca de aquellas nueces ya peladas que había dejado en un bol al pie de la cama, siendo mi vivo reflejo en un animal.

Bufé, incorporándome en la cama, lista para alcanzar aquel sobre negro que yacía triste en mi cómoda desde hacía unas siete u ocho horas, muriéndose del asco como yo misma aquel último año de mi vida.

El sonido del edredón al moverme asustó a mi ardilla, quien, en un solo brinco, llegó hasta mí, cobijándose bajo mi brazo como si aquello fuera su protectora jaula.

Sonreí, acariciando su rojizo pelaje, a la vez que agarraba la carta sin pensármelo demasiado, pues sabía que iba a arrepentirme si no lo hacía en aquel mismo instante.

Rasgué la parte superior con ayuda de mis dientes y conseguí sacar el papel intacto de su envoltorio, blanco e impoluto, de una textura dura y rugosa.

Tomé aire y lo expulsé antes de decidirme a leer aquella tarjeta aparentemente hecha con cartulina, escrita a mano con una caligrafía exquisita, en cursiva y elegante, aunque tan solo presentaba dos tristes párrafos:

"Rue des Épées, 8e Arrondissement de Paris, 115-119.

Bienvenida a las pruebas de los Selectos, señorita Tailler, el viernes 13 de agosto a las 15:00. Enhorabuena por haber sido aceptada.

Narciso Laboureche
Director general de Laboureche"

Sentí mi corazón detenerse durante un segundo. ¿Qué narices acababa de leer?

Un grito de emoción salió desde lo más profundo de mi garganta, asustando al instante a la pobre Lady S, a la cual cogí en brazos cuando tuve ocasión para saltar con ella sobre la cama, al borde del desmayo.

No podía creerme que yo, Agathe Tailler, la diseñadora número trece de un taller en el distrito trece de París, el barrio obrero y sin ningún tipo de prestigio a nivel nacional, aunque, por lo visto, al nieto del demonio que me rechazó por mi falta de experiencia y escasa edad le importaba un bledo mi actual trabajo, si había sido capaz de enviarme una carta escrita a mano para invitarme a participar en las pruebas de los Selectos, fuesen lo que fueran.

Salté de la cama hacia al suelo impactando dolorosamente mis pies contra el parqué, todavía con Lady S entre las manos, que se removía incómoda por saltar conmigo pero también lejos de mí.

Obviando el hecho de que podía parecer una demente total, salí a la terraza sin reprimir mis chillidos de adolescente pese a que fueran casi las once de la noche y el silencio inundara aquel pequeño callejón al que tenía vistas mi antiguo edificio.

—¡Me han invitado, me han invitado!—chillé, tal vez demasiado alto.

Las persianas del vecino no tardaron en emitir un estridente chirrido que no hizo que dejara de sonreír, abrazando a Lady S en contra de su voluntad y casi espachurrándola con mis brazos débiles y fofos.




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