Querido jefe Narciso

Capítulo siete

Nunca me habían gustado los jueves por estar en medio de la semana.

Las mitades nunca me habían traído buena suerte, ejemplo de ello era el maravilloso medio punto en mi nota del examen de entrada que me faltó para que me ofrecieran la beca para estudiar en la universidad más prestigiosa en el mundo de la moda en París. Y, como ese, había muchísimos más casos en los que había perdido cosas importantes por alguna mitad. Y de los jueves. Mis dos abuelos, entre ellos, habían muerto ese mismo día del diablo.

Esa mañana, tras darle un baño a Lady S en el lavabo de mi baño, el cual me había llenado de su pelaje rojizo y más suciedad que en toda su vida, cogí mi uniforme y me vestí lo más rápido que pude, aunque las prisas nunca fueron buenas y, antes de cruzar la puerta del baño hacia mi habitación, ya me había caído y tirado el jabón para bañar a mi ardilla encima de mi única muda del uniforme.

Maldije al cielo, al infierno, al vendedor del champú de la tienda de animales y a la madre que me parió por no haber abortado cuando todavía estaba a tiempo.

Mi pobre camisa de lino, tan delicada y perfectamente planchada, tuvo que volver a la lavadora y me vi obligada a volver a mi habitación a por aquella camisa blanca, la única que había limpia en toda mi colección, que se ataba en un lazo extravagante en la esquina inferior, algo poco adecuado para ir a trabajar, considerando también el pronunciado escote que intenté arreglar con un imperdible algo visible aunque completamente necesario.

Intenté arreglar mínimamente mi habitación para encontrar mis sandalias rojas de tacón cuadrado, las mismas que guardaba debajo de la cama porque no cabían en mi apretado armario empotrado, y, aunque no estuvieran en su sitio habitual, logré encontrarlas repartidas por debajo de las telas que iba a utilizar para confeccionar mi último diseño.

Cuando conseguí atármelas a los tobillos sobre la cama, di una vuelta sobre ella para aterrizar al otro lado, dispuesta a bajar la persiana que dejaba entrar la luz solar en mi oscura habitación.

—¡Vecina! —me interrumpió una voz procedente del edificio de enfrente cuando yo ya tenía el recogedor entre las manos.— ¡Aggie! —se corrigió, segundos después.

Levanté la mirada para visualizar a Bastien con su atuendo habitual matutino, consistente de aquellos ajustados bóxers que más de una chica había conseguido arrancarle a modo de buenos días y, probablemente, nada más.

Tal vez debería de haberme acostumbrado a verle los abdominales después de diez meses sin reaccionar de ninguna forma extraña por ello, pero es que aquello era demasiado perfecto para ser obviado.

«Madre santísima de las hormonas, déjame vivir».

—Hola, vecino... Bastien —saludé, abriendo la puerta corredera lo justo para poder acceder al balcón, donde Lady S, recientemente bañada, se revolcaba en las cáscaras de nuez que había en el fondo de su jaula. Maldita sea.

—¿Puedo pedirte un favor? —preguntó, poco convencido, apoyándose como el día anterior a la barandilla negra, la cual estaba parcialmente iluminada por los intensos rayos de sol.

¿Un favor? ¿A mí? Ni siquiera me habían pedido la hora en años, por no decir jamás.

—Supongo —respondí, encogiéndome de hombros, intentando que el corazón no se me saliera por la boca.

Él sonrió, aportando su granito de arena para el inminente infarto.

Señaló con su dedo índice algo detrás de mí, oculto a su vista debido a las plantas que cubrían mi barandilla, aunque no hizo falta ser demasiado inteligente —algo que yo, visto lo visto, no era— para darme cuenta de que intentaba indicar dónde estaba la jaula de Lady S.

—¿Me dejarías a tu ardilla un rato? Tengo una cita con una veterinaria y seguro que le encantan los bichos exóticos —soltó, sin más.

Abrí los ojos con sorpresa, pues aquello me había pillado totalmente desprevenida. ¿A mi mejor amiga? ¿Para qué?

—No es la única ardilla en París —me excusé, echándole un vistazo a la que había sido más que una mascota durante tanto tiempo.

Él negó con la cabeza, apoyando sus manos en la barandilla, ayudándose así a incorporarse.

—No como la tuya, que es roja y pija —se burló, sonriendo tan brillantemente que ni siquiera pude ofenderme.

—Me sabe mal pero...

—¡Por favor! —me interrumpió.— Te deberé una y debes saber que a mí no me gusta estar en deuda con nadie. Cumplo mi palabra, lo juro.

Maldije el momento en el que me di por vencida. Era una floja. Una jodida floja.

Chasqueé la lengua y me agaché para sacar a Lady S de su jaula. Se molestó un poco, aunque no tanto como yo conmigo misma, y, cuando se la tendí algo desconfiada a través del triste metro de distancia entre los dos balcones, sintiendo sus dedos largos y firmes rozar los míos al sujetar a mi pobre mejor amiga —a la que claramente estaba traicionando como la inestable que era—, aparté mis manos, abandonando a mi única compañera de vida desde que decidí irme de Lyon.




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