—Agathe —me sorprendió alguien justo cuando doblé la esquina para volver a la parada del autobús, después de un duro y agotador día de trabajo.
Pegué un grito digno de haber sido oído hasta en lo alto de la Torre Eiffel, llevándome la mano al pecho para comprobar que mi corazón seguía latiendo después de aquel ataque a mi persona.
Estaba a punto de echar a correr cuando me di cuenta de quién era el violador de la esquina, la psicótica de Marinette, con un pañuelo envolviéndole la cabeza y unas gafas de sol estilo ojo de gato que le tapaban casi media cara.
Abrí mucho los ojos por la sorpresa, sin esperarme ver a aquella mujer de incógnito acechándome en las sombras bajo el cartel que indicaba el número de calle en la que nos encontrábamos.
—Oh Dios mío, que me da un infarto, por todos los gatos negros del planeta —murmuré, intentando acompasar el ritmo de mi corazón, algo imposible porque casi había muerto de un infarto.
—Soy Marinette —dijo ella con diversión, como si no me hubiera dado cuenta ya, bajándose las gafas a lo largo de su pequeña nariz, sonriéndome, cómplice—. Como no has respondido a mis mensajes he creído que debería venir a verte en persona. No puedes rechazar a la cara a una novia desesperada.
Giré la cabeza hacia la calle desde la que venía con la esperanza de que alguien me estuviera siguiendo, aunque, por desgracia, no era así. Aquello estaba más desierto que el sentido del humor de Gabrielle Bertin esa triste mañana de verano. Que, por cierto, era jueves. A nadie le sentaba bien aquel maldito día.
—No... No creo que sea una buena idea. Le diste el poder del vestido a mi jefa y creo que es ella la que debe de poder terminarlo. El patrón sigue en el taller y las telas que encargamos por órdenes tuyas a un vendedor al por menor del Gran Bazar de Estambul. Tuvimos que enviar a la hermana de Yolande a comprarlas, no puedo ir a por ellas, sin más —solté, segura de mis palabras.
Marinette negó con la cabeza, en desacuerdo con mi respuesta.
—Mira, he tenido una mañana estupenda, no puedo dejar que esto arruine el resto de mi día—dijo con convicción, levantando ambas manos para colocarlas sobre mis hombros—. Tú vas a hacer mi vestido de boda y no vas a negarte.
—No —expuse, sin dejarle tiempo a terminar.
Sentí que sus manos empezaban a ejercer presión sobre mis hombros y la aparté, dando un paso atrás, dejando que un intenso color rojo se instalara en sus mejillas sombreadas por sus grandes gafas de pasta.
—¡Necesito que lo hagas! Es lo único bueno de esta maldita boda y no pienso renunciar a ello.
—He dicho que no —insistí, intentando esquivarla para poder seguir con mi travesía hacia la parada de autobús.
Marinette se cruzó de brazos, esperando a que cambiara de parecer y, a la vez, obstruyéndome el paso. No me resultó difícil escapar, por mucho empeño que le pusiera en intentar colocarse frente a mí.
Sentí su presencia en mi nuca cuando empecé a andar lejos de ella, haciendo como si nada de aquella conversación hubiera ocurrido.
—Señorita Lamartine, le pido en serio que se aleje de mí —dije, visualizando el autobús al principio de la calle, aproximándose a la parada a demasiada velocidad.
Aceleré el paso sin darle ningún tipo de explicación a aquella mujer que continuaba siguiéndome, segura de que estaba a tiempo a subirme al vehículo si no se me interponía ningún obstáculo. Como su mano. En mi muñeca.
—Yo te llevo a casa —soltó en un tono poco convincente. Parecía que quería secuestrarme.
—Marinette, suéltame. Tengo otra cosas en las que pensar y atender tus necesidades no es una de ellas. Vuelve a la tienda de Gabrielle y deja que siga siendo ella la que realice tu vestido —pedí, nerviosa porque el autobús ya se había detenido en mi parada.
Intenté zafarme de su agarre, pero ella me sujetaba con fuerza.
—Te pagaré los cuatrocientos euros que faltan para cumplir con la cuota del vestido en efectivo —soltó, sin más.
Iba a rechazarlo, pero me di cuenta al instante de lo estúpido que habría sido haber dicho que no. El dinero no me sobraba desde mi vuelta de Nueva York, ya que mi madre había dejado de enviarme la paga mensual para la residencia de estudiantes y que seguía cubriendo mis caprichos traducidos en telas y cuadernos de dibujo. Tampoco necesitaba su ayuda ahora que tenía un sueldo fijo, aunque las telas de importación turcas no caían del cielo.
—De acuerdo —dije, finalmente, mostrando mi debilidad.
Marinette sonrió, satisfecha, y me soltó del brazo justo en el momento en el que oí al autobús reanudar su marcha sin mí.
—No te preocupes por las telas; las recuperaré. Le diré a Gabrielle que ya tiene mis trescientos euros de cuota que sirven para cubrir los gastos de las telas y de las horas dedicadas a mi vestido y me lo llevaré todo. Mañana lo tendrás en la puerta de tu casa.
—No creo que Gabrielle vaya a...
—Entonces lo robaré.
Quise reírme, aunque no me lo permití. Como novia psicótica del año era capaz de hacer honor a su título sin ningún efecto moral más allá de mi terror interno, pero tampoco se lo dije.
—Acabo de perder el bus —expuse con redundancia, esperando a que volviera a ofrecerse para llevarme a casa y no tener que esperar veinticinco minutos bajo la marquesina de la parada de autobús.
Marinette asintió con la cabeza y sacó de su bolso de cuero revertido —más sintético que mis botines— unas llaves decoradas con un camafeo de la Virgen María.
No dije nada al respecto y me limité a seguirla calle abajo, preguntándome si realmente iba a secuestrarme. Debería de habérmelo pensado mejor antes de aceptar.
Llegamos a un pequeño Toyota rojo y evidentemente golpeado, tanto por la parte delantera como por la trasera, y una enorme A que la acreditaba como conductor novel.
¿Dónde me había metido?
Recé por mi vida cuando me subí en el asiento del copiloto y no fue para menos, pues, cuando arrancó el coche, casi se comió al coche que había aparcado justo delante del suyo.