Hacía tiempo que no estaba tan nerviosa como en aquel instante.
Era viernes trece y había tenido que sufrir un episodio de histeria pura por parte de mi jefa, quien se había recluido en el almacén para llorar desconsoladamente durante más de veinte minutos, dejándonos a las modistas al cargo de la tienda, sin dar ningún tipo de explicación. El cartero había vuelto aquella mañana con aquel gesto apenado, tras entregarle un sobre amarillento a Gabrielle, lo que, por supuesto, la había hecho entrar en un cúmulo irracional de angustia que le había impedido respirar durante un buen rato. Ninguna sabíamos qué estaba ocurriendo, aunque era obvio que estaba relacionado con aquellas dos cartas y hacía tiempo que las malas noticias corrían en forma de rumores a través de mensajes de texto.
Tal vez mi compañera de la mesa doce tenía razón y había una citación judicial de por medio, aunque me costaba creer que aquel llanto desgarrador había sido culpa de una sola denuncia.
Tuve que quedarme unos quince minutos más en la tienda para intentar que Gabrielle saliera de su escondite improvisado en el almacén de telas, donde estaban todas las pertenencias de las empleadas, entre ellas mi tarjeta de invitación a Laboureche, mi siguiente destino.
Hacía un par de días del incidente del autobús y también desde que hablé con el joven rico y maleducado y no lo había echado de menos. Veía cómo agarraba con un pañuelo de papel la barra que había en el pasillo, con la barbilla en alto y completamente seguro de que le observaba durante todo el trayecto, tan solo para evitar tener que sentarse a mi lado o cerca de mí y compartir el mismo aire que el chico del autobús quería acaparar con sus grandes bocanadas y sus hinchadas de pecho. Era tan estúpido. Se había merecido la mordida de Lady S y no me arrepentía en absoluto de haberla dejado saltar de mi bolso directamente hacia la entrepierna del hombre arrogante que utilizaba desinfectante de manos justo después de pagarle el ticket al conductor.
Bajé del taxi unos minutos más tarde de lo previsto, olvidándome al instante de mis anteriores preocupaciones.
El enorme y blanco edificio que se erguía ante mí era la obra de arquitectura más exuberante de aquella calle infinitamente neoclasicista, de gran portal dotado de enormes columnas jónicas, al que se accedía por aquella amplia escalinata de sorprendente concurrencia.
Agarré mi colgante de la suerte, el mismo que tan solo sacaba para las ocasiones que realmente lo requerían y me dispuse a entrar en Laboureche como si fuera la primera vez.
Me apresuré a dirigirme al enorme mostrador en el que un joven de cabellos extremadamente rizados y meticulosamente colocados sonreía con educación a todos aquellos que pasaban por la recepción a modo de saludo, incluida yo misma, con mi colgante entre las manos y bastante temblorosa, como un maldito chihuahua.
—Buenos días —saludé, controlando mi voz para que no cambiara de tono en exceso.
El chico de piel tostada no borró su sonrisa, ni siquiera cuando sus ojos negros cayeron sobre mi cuello, en el que seguía atado mi colgante del escorpión, mi amuleto más preciado.
En la joyería azteca en la que me lo vendieron me juraron que llevar el animal representativo de mi signo en el centro de un ámbar era el mayor repelente de la mala suerte, así como la citronela lo era de los mosquitos. Nunca me había pasado ninguna desgracia al llevarlo, así que confiaba plenamente en él, aunque, por esa misma razón, tan solo solía llevarlo cuando era absolutamente necesario. Aquella era una de las ocasiones especiales que requerían de su poder sobrenatural.
—¿En qué puedo ayudarla, señorita? —preguntó amablemente el recepcionista, devolviendo la mirada a mis ojos.
—Recibí una invitación de Narcisse Laboureche para las pruebas de los Selectos —dije, como si lo hubiera estudiado. Realmente llevaba todo el camino en taxi memorizándolo, incluso recitándoselo al pobre conductor, quien parecía querer soltarme en la primera cuneta disponible y pisar el acelerador para dejarme atrás.
—Por supuesto. Si me permite ver la carta —pidió, bajando de nuevo la mirada a mi colgante, bastante grande para llevarlo en el día a día. Había un escorpión real y fosilizado allí dentro.
Rebusqué en mi bolso mi preciado sobre y, justo cuando lo encontré, lo dejé sobre el mostrador, sin temblar siquiera un poco. Nunca había estado más segura de nada en mi vida.
El recepcionista comprobó lo que le había entregado y observó la pantalla de su ordenador antes de darme el visto bueno, devolviéndome la carta acto seguido.
—Duodécima planta, la están esperando.
Sonreí a modo de agradecimiento, rodeando el pesado ámbar de mi cuello con mis dedos antes de darme la vuelta.
Era viernes trece, el gato negro había dormido frente a mi portal y había abierto mi nuevo paraguas en el interior de mi edificio y, gracias a la increíble magia de mi colgante, nada había pasado en mi contra, si pasábamos por alto el ataque de histeria de Gabrielle Bertin.
Con firmeza me dirigí hacia uno de los tres ascensores de paredes de cristal, los cuales, ajetreados, delataban el estilo de vida de aquellos que trabajaban en la mayor y más prestigiosa empresa en todo el estado.
Apreté el único botón accesible, juntándome con la fila de hombres y mujeres vestidos con extravagantes y coloridos trajes, destacando por mi extraña indumentaria, consistente de mi habitual y soso uniforme del trabajo y mis inseparables botines de serpiente, tan preciados como el collar que decoraba mi desnudo escote.
Entré junto a seis de los trabajadores, los cuales cuchicheaban sin parar en un agradable tono lejos de resultar incómodo para aquellos que tan solo podía oírles sin formar parte de la conversación, entre los cuales yo me incluía.
Conseguí llegar sana y salva al mencionado duodécimo piso, tan solo rodeada por dos de los seis hombres que me habían acompañado, que se despidieron de mí con un respetuoso movimiento de cabeza, sin decir ni una sola palabra.