Querido jefe Narciso

Capítulo once

Había sido eliminada en la primera prueba.

Sabía a lo que me enfrentaba cuando decidí apuntarme a Laboureche y por eso mismo llevaba los últimos meses de mi vida totalmente obsesionada con dar el cien por cien en mi trabajo, segura de que eso era lo que me esperaba si llegaba a obtener la plaza de Selecta en la prestigiosa empresa.

Frances Humbert, por lo visto, ni siquiera lo había intentado. Había hecho un vestido demasiado ancho para ser considerado tubo y también demasiado estrecho para llamarlo recto. La modelo lo había tenido que vestir sin gracia alguna, de perlas coloreadas de un arriesgado color neón que ni siquiera había llamado la atención de Claudine pese a su extravagancia.

Si la mismísima amiga íntima de Óscar de la Renta había podido irse en la primera prueba, no quería saber lo que le esperaba a mí.

Observé mi diseño simple perfectamente amoldado al cuerpo de mi modelo, de cabellos rizados y piel tostada, la cual, bajo ningún concepto, sonreía. Sabía a la perfección que ser la hija de una de los Selectos le daba ciertos privilegios, aunque tampoco habría estado de más haberme intentado tranquilizar mientras la estaba vistiendo o midiendo, en lugar de haberme mirado con aires de superioridad. Fuera como fuese, Kira Javert, la hija de Philippa Javert, era bastante desagradable.

Suerte que, ahora, mi sencillo diseño estaba sobre un maniquí y no sobre su cuerpo de perfectas dimensiones.

—Buen trabajo, posibles futuros Selectos —pronunció Claudine Laboureche, sonriendo forzadamente hacia nosotros—. Quiero destacar el impecable trabajo de la señora Delacroix. En el poco tiempo que ha tenido para confeccionar el vestido, ha demostrado un excelente control de la situación y eso ha derivado en una perfecta reproducción del diseño de Madeleine. Mi más sincera enhorabuena —dijo, dirigiéndose a Sabine, la empleada de Chanel.

Quise esconderme detrás de la mesa de trabajo, poco orgullosa del resultado de mi diseño, el cual, a pesar de estar correctamente ejecutado, no destacaba en absoluto entre las maravillas allí expuestas.

Jung Jonhyuk, como se había presentado el joven asiático al cual jamás había visto en mi vida, era el colmo de la perfección. Su diseño, de falda larga y apertura lateral hasta la cadera, así como el corte asimétrico de las mangas, aportaban a su vestido un aire contemporáneo al ajustado y recatado vestido creado por la fundadora de Laboureche casi ochenta años atrás, y no podía comprender cómo Claudine ni siquiera lo había mencionado.

Por su parte, Henri Gauguin había copiado uno de los diseños de la temporada pasada de Dior, para quien trabajaba, y lo había adaptado a la tela de perlas cosidas a mano por las mismas costureras de Laboureche, dotándolo de un trabajo prácticamente impecable.

Y luego estaba yo, con mi inspiración nula y mis ganas de tirarme al suelo de rodillas y empezar a rezar.

—Ahora que ya he podido analizar vuestra capacidad de reproducción de diseños, me gustaría saber cómo conseguís reinterpretar una pieza ya hecha. ¿Qué os parecería un par de zapatos? No hay nada tan básico y a la vez tan elegante que unos salones para las mujeres y unos blutchers para los hombres. Tendréis plantillas y un gran repertorio decorativo sobre vuestras mesas, lo único que necesitaréis para redecorar vuestro calzado. Seguiremos el mismo procedimiento para los cuatro, sesenta generosos minutos para renovar y hacer vuestros unos magníficos zapatos.

Sin que tuviera que llamarlos, cuatro de las cinco modelos que antes habían servido como maniquíes para nuestros diseños entraron de nuevo en la sala, cada una sosteniendo un par de zapatos entre sus manos.

Kira Javert, la hija de la Selecta, dejó sus salones sin ninguna gracia sobre mi mesa, echándole una rápida ojeada al chico asiático, Jung Jonhyuk, el cual analizaba con sigilo los blutchers que había sobre la madera, dejando que sus cabellos negros como el azabache acariciaran sus pestañas con cada parpadeo.

Vi cómo la modelo se sonrojaba ligeramente cuando él se sintió observado y fui víctima de una mirada helada lejos de la acaramelada que había dirigido al tal Jonhyuk.

No dije nada y ella tampoco. No hacía falta que lo hiciera.

—Vuestro tiempo para trabajar empezará cuando las modelos se hayan retirado y no podréis pedir ninguna prórroga, porque, en Laboureche, nadie espera y tampoco es esperado —dijo la anciana heredera del taller creativo de Laboureche, el mejor en su categoría.

No hizo falta ninguna señal para que, las cuatro chicas volvieran por donde habían venido, todos empezáramos a movernos ágilmente en nuestro reducido espacio buscando las herramientas necesarias para poder rediseñar aquel simple par de salones.

Nunca había intentado confeccionar unos zapatos. No había tenido ni la motivación ni los elementos básicos para crear una horma adecuada, aunque, ahora que los tenía delante, sabía perfectamente lo que quería hacer con ellos.

Amaba los zapatos casi tanto como la ropa, incluso más. Casi había conseguido hacer la primera parte de mi Prácticum en el departamento de diseño de calzado Camper, la próspera marca española, aunque, al estar en Nueva York estudiando, prefirieron otorgar ese privilegio a un estudiante europeo, algo que, por supuesto, iba a ocurrir si era yo la que iba a beneficiarse de lo contrario.

Negué con la cabeza, intentando concentrarme.

Lo primero que hice fue eliminar por completo la tela grisácea que cubría los zapatos de tacón, una tarea mucho más difícil y laboriosa que en mi imaginación, aunque, pese a los casi quince minutos que usé en ello, pude estar orgullosa del resultado.

Sentí una gota de sudor caer por mi frente hacia la mandíbula, aunque ni siquiera me digné a apartarla, porque aquello tan solo estaba aportando un poco más de claridad a mi verdadero aspecto de vagabunda al trabajar, tan alejado del sofisticado e impoluto semblante de Henri, Sabine y Jonhyuk.




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