Quedábamos tres tras la marcha de Henri Gauguin, quien, para su sorpresa, había sido eliminado tras las varias alabanzas a mi humilde trabajo, con las cuales él, altivo, estaba segura de que no coincidía.
El chico asiático y la diseñadora de Chanel se estaban observando entre sí, antes de hacer lo mismo conmigo.
Solo iba a formar parte de los Selectos el mejor de aquella última prueba, mientras que los otros dos irían a su casa, no antes de haber firmado un contrato de confidencialidad que iba a mantenernos la boca cerrada sobre aquellas pruebas si no queríamos que nuestra carrera como diseñadores se destruyera tan rápido como nuestra reputación, algo de lo que yo todavía no había disfrutado.
Estaba tan nerviosa que mis rodillas parecían reacias a mantener el peso de mi cuerpo. Sentía que me caía y, aunque llevara más de tres horas de pie frente aquella mesa y bajo la atenta mirada de Claudine Laboureche, mi cuerpo debería de haber soportado tanta presión de haber sido una situación completamente normal.
—Bienvenidos, finalistas, a la última prueba de esta ardua selección —introdujo Claudine, gesticulando con exageración—. Como los tres sabréis, mi hermano, Narcisse, el dueño y director general de Laboureche falleció horriblemente hace unos meses —informó, y yo casi me atraganté con mi propia saliva—. Su nieto, César, rechazó el puesto al verse poco capacitado para ejercer de director a sus cincuenta y seis años, así que el heredero del imperio que mi madre creó está siendo regentado actualmente por mi sobrino bisnieto, Narcisse Laboureche.
Aunque todos ya conocíamos aquella despedida información, eventualmente mencionada en las revistas y programas de moda, Jonhyuk pareció extremadamente nervioso ante aquella declaración, incluso más que yo.
Empezó a repiquetear la punta de su pie derecho contra el suelo a la vez que hacía lo mismo con sus dedos contra la mesa de madera.
—Siendo él el hombre que va a dirigiros si conseguís entrar en esta prestigiosa familia, he decidido que él vaya a estar presente en esta prueba. Por eso mismo, lo que hagáis, va a estar dedicado única y exclusivamente a él —continuó Claudine, mirándonos a los tres con una asombrosa seriedad—. Tendréis que confeccionar una corbata, una prenda tan formal como necesaria para Narcisse Laboureche, totalmente a vuestro gusto, aunque también al suyo. Va a ser él quien elija al ganador y voy a ser yo quien decida quién queda en tercer y último lugar.
Mi corazón empezó a latir con mayor rapidez. No hacía falta ser médico para saber que iba a morir infartada si no lograba tranquilizarme un poco.
El heredero Laboureche jamás había hecho una aparición en público. Su identidad era absolutamente secreta y ningún miembro de la socialité francesa había sido tan misterioso a ojos de la prensa como lo llevaba siendo Narcisse desde el día de su nacimiento.
Su padre, César Laboureche, había sufrido el acoso de los medios durante toda su infancia y adolescencia y eso le había resultado tan extremadamente traumático como para poder mantener a su heredero en el anonimato, así como para desaparecer él mismo de los focos, ocultando su vida privada y su familia de toda la prensa rosa.
Muchos habían especulado sobre la paternidad de César, alegando que había tenido más de un hijo, tal vez alguna chica entre sus retoños o tal vez Narcisse, el heredero, había sido el único entre ellos. Nunca nadie lo había logrado averiguar.
—Tendréis en total noventa minutos para diseñar y confeccionar desde cero una corbata con plena libertad —dijo, antes de que las puertas por las que ya habían pasado varias modelos se abrieran, para nuestra sorpresa.
Apareció en la sala un hombre en sus entrados cuarenta, con los ojos pequeños y bastante juntos, la nariz grande y aguileña, que señalaba sus labios finos, casi imperceptibles desde donde me encontraba yo. A pesar de su supuesta juventud, el hombre tenía entradas en su cabello castaño, el cual lucía más de una cana probablemente provocada por el estrés que, aquel señor menudo y de barriga prominente, soportaba.
Me quedé callada, con las manos pegadas a los muslos y la espalda extremadamente recta, esperando ver la reacción de mis compañeros y contrincantes, los cuales parecían igual de sorprendidos que yo.
El hombre nos dirigió una cálida sonrisa a la vez que nos observaba, tan vez un par de segundos de más a Jonhyuk que a los demás. No le di importancia, pues aquel chico no era de mal ver.
Si no recordaba mal, el heredero de la empresa de moda más lujosa de Europa no debía superar los veinticinco y, tal como habían declarado algunos miembros de la élite parisina, Narcisse Laboureche era el más bello de los especímenes con el que se habían cruzado jamás.
Sin embargo, aquel que estaba junto a Claudine, desde luego, era uno de los hombres menos agraciados con los que me había cruzado jamás.
—Voy a ausentarme durante esta prueba para no tener una premonición de lo que va a ser vuestro trabajo final y, por eso mismo, he invitado a Jean-Jacques Humbert, uno de mis más fieles Selectos. Él va a ser quien os supervise estos noventa minutos —pronunció Claudine con elegancia, colocando una mano en el hombro a aquel señor.
Dicho esto, la jefa del taller se marchó, dejándonos a solas con el Selecto, quien, por alguna razón, seguía observando a Jonhyuk, como si acabara de tener un flechazo y no pudiera ocultarlo.
Jean-Jacques nos indicó la cuenta atrás antes de permitirnos empezar a trabajar, en un tono solemne aunque ligeramente divertido, como si vernos en aquella situación le resultara simpático.
Mis manos se empezaron a mover hábiles por la mesa, preparando la máquina de coser y las telas que iba a utilizar en tan poco tiempo que ni siquiera Jean-Jacques había podido sentarse en el taburete que Claudine se había preparado en el centro de la sala.
Me senté junto a la máquina, empezando a esbozar lo que iba a ser mi corbata, olvidándome por completo de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor.