—Esto no es lo que le hemos pedido, señora Delacroix. Debería de recordar que la prenda que había pedido que confeccionaran ustedes tres era una corbata para el señor Laboureche y lo que ha hecho usted, claramente, es una pajarita —dijo Claudine en un tono calmado, observando a la diseñadora de Chanel por encima de sus gafas.
El chico del bus asintió con la cabeza, apoyando las palabras de su tía bisabuela, aunque ni siquiera estaba mirando lo que Sabine Delacroix.
Sus ojos almendrados, castaños y ocultos bajo aquellas hermosas, largas y espesas pestañas, estaban clavados en mí, observándome a la vez con desprecio, asco e ironía. No podía estar pasándome aquello a mí.
Jonhyuk, el de rasgos asiáticos, estaba sentado en el suelo junto a su maletín color camel, tan ideal que tan solo podía ser obra de un maestro y, aunque algo en mí no quería creerlo, otra estaba segura de que había sido obra suya.
Tenía una botella de metal entre las manos, de la cual bebía algún misterioso brebaje que, curiosamente, no olía a alcohol, como sí lo hacían las de mis compañeras de trabajo.
Llevaba unos segundos allí agachado, observando desde abajo la escena que Claudine y Sabine estaban protagonizando por culpa de un malentendido y lo único que hacía era sonreír levemente, aunque no estaba segura de si era por satisfacción o por diversión. Nunca lo sabría.
La señora Delacroix había intentado formular una disculpa, antes de ser interrumpida por un fuerte carraspeo por parte del heredero de Laboureche, quien, traumáticamente, compartía autobús conmigo cada mañana.
¿Qué narices pintaba el hombre más rico de Francia en el transporte público?
—Creo que sus excusas están fuera de lugar —pronunció Narcisse, con su voz tan grave y tan melodiosa que me resultaba tan odiosa y familiar como hermosa.
Sus ojos se posaron en la aludida, quien bajó inmediatamente la cabeza ante la frialdad de la mirada del director y dueño de todo aquel maldito lugar.
Mis ojos viajaron por toda la habitación antes de caer de nuevo sobre Jonhyuk, quien también tenía la mirada fija en mí.
Por alguna razón vi cómo sus mejillas pálidas adoptaban un cálido color inesperado que pude percibir antes de que bajara la cabeza, tal vez cohibido.
Oía la voz de Claudine en contra de Sabine y las cortas aunque frías intervenciones del que, a pesar de ser unos sesenta años menor, era su jefe, así que no me preocupó el hecho de seguir observando al chico de rasgos asiáticos, de figura delgada aunque estilizada y visiblemente trabajada.
Sus ojos se elevaron de nuevo hacia los míos, esta vez con más seguridad.
—Es tu turno —vocalicé, sin emitir ningún sonido.
Él negó con la cabeza, provocando que su cabello liso aunque despeinado se moviera en las mismas direcciones con menor rapidez, siendo una divertida distracción para aquel interminable momento de estrés.
Me sudaban las palmas de las manos y mis rodillas se negaban a soportar el peso de mi cuerpo, así que había tenido que apoyarme en la mesa de trabajo, frente a mi corbata, esperando a que el tiempo pasara y me dejaran salir de allí.
Agarré mi colgante de ámbar y lo intenté de nuevo.
—Te toca —enuncié a Jonhyuk.
—Las damas primero —dijo él, en voz alta, para que tanto Claudine como Narcisse le escucharan a la perfección.
El chico del bus se dio la vuelta hacia él, arqueando las cejas, y luego se dirigió hacia mí.
Aprovechó que su tía abuela seguía hablando con la señora Delacroix, contrariada, para acercarse a mi puesto de trabajo con una extraña y maliciosa sonrisa.
Era tan guapo y a la vez tan maldito.
—¿Cómo está el perro rabioso?
Apreté tanto los dientes que los oí rechinar.
—Es una ardilla —le corregí en un gruñido.
Él se dio por satisfecho con mi respuesta, pues arqueó sus cejas un poco más.
Vi cómo, tras la espalda de Narcisse, Jonhyuk me levantaba los pulgares con una sonrisa, a la vez que Claudine se acercaba a mí, sin preguntar por el asiático.
—¿Puede explicarme su trabajo? —preguntó ella, desviando su mirada de mí hacia la corbata. Creo que sonrió.
Empecé a narrarle como si fuera una novela de aventuras todo lo que había hecho para terminar con aquel satisfactorio resultado, desde mi difícil elección de telas hasta mi introducción innecesaria en la confección de accesorios masculinos, que provocó que Narcisse bostezara a propósito, sin ocultar sus labios entreabiertos a la vez que lo hacía para demostrar su aburrimiento.
—¿Así que es tu primera vez con una corbata? —preguntó él, de repente— ¿También lo es cosiendo? Esta puntada está mal hecha y es tan ordinaria como...
Se detuvo a media frase, tal vez porque vio mis dientes temblar, o, más probablemente, porque no quería dejar ver frente a Claudine que ambos habíamos tenido más de un encuentro poco favorable.
—Ruego me disculpen —murmuré, intentando sonar formal.
La jefa de los Selectos frunció el ceño, cogiendo la corbata y analizando el punto que Narcisse había calificado como ordinario.
Sopló dos veces la tela para que una maraña de hilo extremadamente pequeña saliera volando por los aires, antes de devolver la corbata a su sitio.
—Era una pelusa. Es un trabajo impecable —sonrió, evidentemente orgullosa de mi trabajo, probablemente menos de lo que lo estaba yo en aquel mismo instante.
Mis mejillas empezaron a arder y sonreí con timidez, cruzando mis manos detrás de la espalda, manteniendo el equilibrio.
—Pues a mí no me gusta —gruñó Narcisse.
Claudine hizo rodar sus ojos y yo me tuve que apoyar de nuevo en la mesa. Iba a desmayarme si mi corazón seguía latiendo tan deprisa y necesitaría mucho más que beber de una botella de metal para recuperarme.
Jonhyuk se levantó de pronto, dirigiéndose hacia su mesa de nuevo, esperando su veredicto.
Vi cómo ocultaba algo en su espalda antes de guardarlo en el bolsillo posterior de sus pantalones de pinzas, quedando frente a su mesa con una radiante sonrisa que iluminaba su rostro por completo.