Querido jefe Narciso

Capítulo catorce

Todo me daba vueltas.

La suave brisa nocturna acariciaba mi rostro con dulzura y hacía ondear mi cabello en el aire con verdadera suavidad.

Tenía los ojos cerrados, disfrutando del inmesurablemente agradable silencio de la madrugada de aquel sábado juicioso, mientras me dejaba llevar por los distintos aromas de las bellas flores que decoraban mi balcón, pegada a mi botella de ron.

No me gustaba beber, ni siquiera en ocasiones especiales, aunque, aquel día, tras la expulsión definitiva de Laboureche, la segunda y también la última, lo único que quería y necesitaba era olvidarme de todo lo que había ocurrido y mi única salida viable era tomando alcohol.

Estaba sentada en el sillón de mi terraza, el mismo en el que solía dibujar, con las piernas elevadas hacia la barandilla que delimitaba mi pequeño balcón, con los pies descalzos, disfrutando de las suaves caricias de las plantas que los soportaban, lo único que podía hacerme sonreír de vez en cuando.

Todavía tenía el cabello mojado, suelto por encima de mis hombros, cubiertos por la gruesa tela de mi albornoz rosado, el cual cubría mi cuerpo desnudo bajo el cielo oscuro escasamente iluminado por la luz de la luna menguante, a mi derecha, que se jactaba de mi desgracia con su forma de sonrisa ladeada.

Lady S dormía plácidamente en su jaula, tras darse por vencida en su intento por hacerme sacarla de allí, algo que no podía hacer al verme incapacitada de cuidar de alguien que no fuera yo, que sentía los duros efectos del alcohol sobre mi débil cuerpo, poco acostumbrado a ser maltratado de aquella forma.

Agité un poco la botella antes de llevarla a mis labios y tomar otro trago.

Me ardía la garganta y mis ojos ya no podían soportar tantas lágrimas acumuladas y, sin embargo, no me había parado de beber. No iba a hacerlo hasta olvidarme de Laboureche, de los Selectos y de que había echado mi futuro a perder por haber permitido que Narcisse Laboureche se sentara junto a mí cada mañana en el maldito autobús.

Lo había dejado todo atrás por estudiar diseño de moda en contra de los deseos de mi madre, por irme a Nueva York los cuatro años que duró la carrera lejos de mi hogar y familia y también lo hice por venir a París, sola, desamparada y con grandes sueños.

Había sido infantil por mi parte el tan solo pensar que algún día todos reconocerían mi nombre en lo alto de una pasarela y no podía parar de pensar en ello aquella asquerosa noche de sábado, recordándome lo ilusa e inmadura que llevaba siendo desde que tomé la decisión de irme de casa.

Quería retroceder el el tiempo, aceptar estudiar derecho como había querido mi madre que hiciera y seguir viviendo con ella en aquella casa rural de Lyon, alejada de la sociedad tan solo para hacerle compañía a ella, quien siempre se había dedicado a juzgar mis decisiones y ridiculizaba cada acción que realizaba.

Tal vez así hubiera tenido alguna amiga de verdad, probablemente Paulette, y a lo mejor ya habría besado a alguien por primera vez, algo que todavía no había hecho a mis largos veintiún años.

—¡Mierda! —grité, cuando derramé lo que quedaba de mi botella de ron sobre mi pobre albornoz, empapándolo al instante y haciéndome sentir una completa inútil.

Sacudí la prenda para evitar que rozara mi piel desnuda, como si aquello fuera a ayudar a que el alcohol se evaporara mágicamente, algo que, claramente, no hizo.

Quise sacarme el albornoz, pero, por suerte, era todavía consciente de que iba completamente desnuda debajo de aquello y, a pesar de que por aquel callejón al que daba la parte trasera de mi edificio tan solo vagueara un gato negro, todavía tenía la decencia de entender que no podía exponerme de aquella forma bajo la luz de la luna.

Comprendí de pronto que era el momento de regresar a mi habitación, tal vez dándome el placer de una segunda ducha y, muy probablemente, dormir un par de horas, más de lo que tenía planeado en aquella terraza.

Avancé dando tumbos hacia la puerta corredera, intentando mantener el equilibrio, aunque, pese a que quise pensar que lo hube conseguido, acabé tropezando con mi propio pie para acabar apoyándome en el cristal, evitando caerme de bruces al suelo, provocando que éste se deslizara bruscamente hasta cerrarse por completo, bloqueando la puerta al instante.

Tardé unos segundos en darme cuenta de que estaba encerrada en mi propio balcón sin posibilidades de volver a entrar, ya que, desde el exterior, no había posibilidades de desbloqueo una vez se cerraba por completo.

Intenté harías veces a estirar el cristal con todas mis fuerzas, aunque lo único que conseguí fue caer de espaldas contra el suelo, rebajándome a mi propio nivel emocional.

Probablemente fue la indecente ingesta de alcohol y el hecho de que acababa de quedarme encerrada en mi propia terraza lo que me provocó un llanto descontrolado, aunque estaba segura de que tenía demasiada tensión acumulada en el cuerpo para evitar que las lágrimas se deslizaran por mis húmedas mejillas.

Lady S despertó debido al desgarrador sonido de mi quejido y se acercó a la entrada de la jaula para observarme desde su baja estatura, haciéndome sentir un gran monstruo a su lado.

Descontrolada, empecé a aporrear la puerta con fuerza, como si aquello fuera a derribarla, gritando y pataleando como una auténtica niñata.

—¡Maldita puerta del diablo! —chillé.

Lady S volvió a su refugio en la jaula tras cercionarse de que no iba a sacarla de allí y yo lloré más intensamente, pegando otro golpe al cristal.

—¡Cállate, desquiciada! —oí que decía una voz desde abajo, y no hizo falta que me asomara al balcón para saber que había sido la vecina del segundo la que me había insultado.

No me detuve, sin embargo, hasta que oí un chirrido de óxido proveniente de la terraza de enfrente, aclamando toda mi atención.

Sin levantarme y todavía oculta tras las flores de mi balcón, observé cómo la persiana del vecino se iba elevando hasta que el chasquido de su puerta al abrirse anunció que él también se había visto interrumpido por mi desgracia.




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