Querido jefe Narciso

Capítulo quince

Llevaba un pañuelo anudado al cuello porque, como era normal, me había resfriado tras aquella noche de locura.

Nunca me había ocurrido nada parecido. Lo más ridículo que podía haber hecho con un par de copas en mi organismo había sido bailar con mi propio reflejo en el espejo del baño de una discoteca cuando todavía estaba en Nueva York y juré que nunca, jamás, volvería a repetirse. Lo que me había pasado tres noches atrás era mucho peor.

Tenía ciertas lagunas de memoria en cuanto a lo que había ocurrido se refería, pero recordaba a la perfección cómo el cuerpo fornido de mi promiscuo vecino me sujetaba y me tumbaba en la cama, rescatándome de mí misma y de la vergüenza ajena que daba mi alter ego. No le había vuelto a ver desde entonces y tampoco quería que aquello ocurriera hasta que se hubiera olvidado hasta de mi nombre.

Profundamente avergonzada había salido de mi edificio aquella mañana en dirección a la parada de autobús, saludando a mi vecina con la cabeza gacha y sin esperar respuesta por su parte, tan rápidamente que hasta olvidé de lanzar sal sobre mi hombro izquierdo, como era especulado en toda Europa, para ahuyentar al diablo de mí y, con él, toda la mala suerte.

Era demasiado tarde para volver atrás, ya que debía coger el autobús en menos de dos minutos si quería llegar a tiempo al taller de Gabrielle, así que tuve que aceptar que aquel día iba a ser terrible.

En la parada del bus había una anciana acompañada por un grueso bastón, que ni siquiera se percató de mi presencia cuando me coloqué a su lado, pues siguió mirando la carretera como lo había hecho antes, como si algo de lo que estaba ocurriendo la inquietara, pese a que el tráfico era el habitual y nada extraño estaba pasando en la calzada.

Llegué a preguntarme si aquella señora era capaz de leer el futuro y no me miraba porque sabía que todo en mi vida iba a ser nefasto. Tal vez ya lo estaba viendo, y por esa misma razón mantenía la cabeza al frente, sin realizar ni un solo movimiento.

El bus llegó pocos segundos después y ambas subimos en él, aunque ella mantuvo las distancias en todo momento, permitiéndome entrar primero y esperando a que pagara el ticket para repetir lo mismo que había hecho yo cuando ya me había alejado. Esa señora era vidente, estaba segura.

Me dirigí a uno de los pocos sitios libres en el autobús, junto a una mujer ataviada con un lujoso hiyab rosado y de destellos dorados y frente a un hombre de apariencia extranjera, que hablaba a voces a quien fuera que estuviera en la otra línea del teléfono que sujetaba contra su oreja derecha, golpeando con el codo a su compañero, un niño de unos ocho o nueve años que lo miraba con miedo.

Me coloqué los auriculares para no tener que escuchar la acalorada conversación del extranjero y vi cómo la mujer y el niño se levantaban a la vez para bajarse en la siguiente parada, dejándome a solas con los tortuosos gritos del hombre, quien no parecía terminar aquella conversación jamás.

La melódica voz de Harry Styles intentó distraerme de los berridos y, muy a mi pesar, no lo consiguió, por muy alto que estuviera el volumen de mi teléfono.

Un hombre dulcemente perfumado y ataviado con un lujoso traje ocupó el sitio libre a mi lado, provocando que tuviera que moverme ligeramente para que nuestros cuerpos no colisionaran el uno con el otro.

Puse los ojos en blanco cuando vi de quién se trataba. Debería de haber vuelto atrás a por mi sal.

Pensé por un segundo que no había dicho nada, lo que habría sido un completo alivio, aunque, cuando noté un tirón en mi oreja y el auricular derecho golpeó con delicadeza mi hombro, supe que, para variar, estaba equivocada.

—Que no te eligiera no significa que no debas devolverme el saludo. Me estoy esforzando en ser educado aún cuando tu perro me atacó.

Cerré los ojos y conté hasta diez. Pocas cosas me exasperaban y me hacían abandonar mi entorno pacífico. Narcisse Laboureche, el hombre más rico de Francia y tal vez de Europa, era, desgraciadamente, una de ellas.

—No es un perro —repetí por cuarta, quinta o quincuagésima vez.

—Y la corbata de Jung era mejor.

Me aguanté las ganas de empujarlo hacia delante y que su precioso rostro impactara contra la barandilla fría del autobús.

—No se llama Jung, sino Jon. Jon Jung —gruñí, desviando la conversación.

—Jonhyuk. Jung Jonhyuk, en realidad. Es coreano, colocan su apellido delante de su nombre.

Qué asco de hombre repelente.

—Creo que no deberíamos hablar. Estaba perfectamente hasta que apareciste en mi... En el autobús —balbuceé, intentando no mirarlo a la cara, ni al cuerpo, ni a absolutamente nada que tuviera que ver con ello porque, para mi desgracia, era demasiado guapo para mantener la calma si le estaba observando—. ¿Por qué vas en bus si eres el hombre más rico de Francia?

De reojo vi cómo sonreía de lado, como si mi comentario le hubiera halagado.

—Porque soy rico y ecofriendly —rio, aunque a mí no me hizo ni una pizca de gracia.

Giré la cabeza hacia la ventanilla, dándome cuenta por primera vez que el extranjero ya no estaba y que sus gritos habían dejado de ser el centro de atención.

Me quité el otro auricular para desenchufarlo del móvil y los guardé en mi bolso, segura de que no podría volver a disfrutar de la música si aquel hombre seguía sentado a mi lado.

—¿Por qué me ignoras? —preguntó, como el hijo mayor al que han dejado de prestar atención.

—¿Por qué me hablas? —contraataqué, fallándome a mí misma al darme la vuelta hacia él.

«Jesucristo, nuestro Señor, amén.»

Mi mirada cayó sobre su corbata, azul marino y de puntos blancos, la cual, indudablemente, era la que había hecho Jon durante la prueba. Maldita sea, era perfecta. Tal vez demasiado. No tenía ni un solo fallo, estaba perfectamente cosida y confeccionada y, al menos a mí, me habría llevado días poder hacer algo tan idílico como lo era aquel accesorio frente a mí.




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