Querido jefe Narciso

Capítulo dieciséis

No supe ni cómo había ocurrido, pero estaba cargando con un montón de telas completamente cosidas entre sí a la vez que subía los altos escalones de mi edificio, perseguida por una loca que amenazaba con hacerme perder la paciencia.

Marinette Lamartine había insistido durante una semana entera para probarse el vestido en mi casa en lugar de en la suya, ya que Pierre, su prometido, no podía verla vestida de novia hasta el altar, lo que dejaba como única afectada de las paranoias de Marinette a mí.

Llevaba confeccionando el vestido un par de semanas, siguiendo el patrón que la novia psicótica había elegido en el taller de Gabrielle, muy pomposo y exuberante, tal como lo era la mujer la cual, presionándome para que subiera las escaleras con mayor rapidez, me contaba todos y cada uno de los dramas que rodeaban su vida entorno a la inminente boda.

Había sido un error bajar de mi piso hacia el portal de entrada pensando que Marinette venía a recogerme, pues lo único que la psicótica quería era entrar en mi apartamento fingiendo preocupación por la mala suerte que iba a acecharla de ser vista por error por Pierre, pero, ¿quién era yo para juzgar si cada vez que salía por el portal tenía que tirar sal por encima de mi hombro?

—Tendrías que hacer un poco de cardio, Marie, oigo tu corazón a punto de estallar desde aquí —se burló la loca, pegándome un manotazo en el trasero, animándome a subir con mayor rapidez—. Podrías venir al gimnasio que hay al lado de mi trabajo, así podríamos hablar más a menudo.

Definitivamente no. No a hacer deporte y no a aguantar a aquella mujer más tiempo del estrictamente necesario.

—Queda un piso —me dije a mí misma, aunque fingí que hablaba con ella, con la barbilla apoyada en el tul del abultado vestido de Marinette.

Ella bufó y me adelantó por la derecha sin pensar en las consecuencias, que incluían tener que empujarme hacia la pared para poder pasar, haciéndome perder el equilibrio y casi enviándome al infierno con aquel simple golpe. Suerte que pude sostenerme en pie.

Me llevó bastante ventaja en los últimos escalones, tal vez por el cardio o porque estaba llevando conmigo un enorme vestido que impedía mi visión completa de lo que ocurría justo delante mío, pero, fuera como fuere, me llamó culo gordo una vez más. No debería de haber aceptado su maldito encargo.

Abrí la puerta de mi apartamento a regañadientes y también fue ella la que entró primero, sin perder detalle del interior de mi pequeño piso, dándose la vuelta sobre sus pies a la vez que yo me impulsaba para poder pasar por la puerta envuelta en tal cantidad de tul.

—Qué... minimalista —murmuró, intentando no ofenderme demasiado cuando era lo que llevaba haciendo todo el trayecto hacia el salón.

Realmente mi casa no estaba demasiado decorada. Tenía un sofá gris de dos plazas bajo la lámina de La gran ola de Kanagawa que ocupaba la mayor parte de la pared blanca y una mesa de café en el centro de la sala, frente a la televisión, siendo aquello y la lámpara de pie que había junto al gran ventanal lo único que decoraba aquella zona de mi hogar.

Marinette, cotilla, se acercó discretamente a la puerta que separaba el salón de la cocina, completamente acristalada, así que no tuvo ni siquiera que abrirla para saber que allí se encontraba mi minúscula zona de alimentos, de armarios llenos de dulces y snacks que no pensaba compartir con ella.

Dejé el vestido sobre el sofá, antes de dirigirme con rapidez hacia el canterano en el que guardaba mis telas y agujas y sobre el que siempre descansaba mi bote de sal, algo que no quería que Marinette advirtiera.

Por suerte, no lo hizo.

Avanzó rápidamente por el angosto pasillo que llevaba a mi habitación sin hacer preguntas y no la seguí hasta que oí un pequeño grito, tal vez de miedo o tal vez de emoción, que me alarmó.

Claro estaba, había abierto mi armario y acababa de encontrar mis siete vestidos de noche, los cuales jamás, en mi vida, había utilizado y, a pesar de ello, seguían ocupando su espacio reglamentario en el ropero, mi elemento favorito de todo el apartamento.

—Oh, Dios mío, ¡quiero que mis damas de honor vistan este mismo color! —chilló con la voz aguda, estirando con su mano llena de gérmenes y evidentemente sucia mi primer diseño confeccionado, el largo vestido azul marino de seda.

—¡No toques mis vestidos! —gruñí, apartándola con rapidez para cerrar mi armario con mi mano libre. No iba a dejar que posara sus pezuñas sobre mis bebés inanimados.

—Perdón, Frodo —rio, ajena a las horas que les había dedicado a cada uno de aquellos vestidos, que sumaban, por lo menos, unas doce veces más de lo que llevaba ella planeando su boda.

Sin preguntármelo, se sentó en mi cama, como si fuera su propia casa, mirando a su alrededor con una sonrisa, como si fuera una niña pequeña en una casa de muñecas.

—¿No deberías probarte el vestido ya, Marinette? —inquirí, incómoda por su presencia.

No era la primera persona que entraba en mi habitación, ya que mi vecino y la presidenta de la comunidad ya lo habían hecho la semana anterior, aunque sí era la primera que me incomodaba estando allí.

—Oh, sí, claro, estoy deseándolo. Si es la mitad de bonito que el azul, te contrataré para que cosas el vestido de bautismo de mi futuro bebé —dijo, muy alegre, más de lo que yo estaba, evidentemente.

No dije que no por educación, aunque iba a bloquearla nada más acabar con aquel pedido. No quería tener nada que ver con aquella loca nunca más en mi vida.

Se peinó el flequillo pelirrojo con los dedos, esperando a que yo fuera a por su vestido, así que no tuve más remedio que hacerlo. Me fascinaba la idea de que quisiera vestirse en mi habitación, mi lugar íntimo favorito en toda aquella ciudad, aunque tampoco iba a decírselo. Podría haberse vestido en el baño y nadie le habría dicho nada.

Regresé a mi cuarto con su traje de novia, aunque casi se me cayó de las manos cuando la vi despojada del suyo, admirando su cuerpo delgado en el espejo de pie, cubierto tan solo por una fina y exageradamente sugerente lencería roja.




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