Querido jefe Narciso

Capítulo diecisiete

Mi vecino, como de costumbre, iba medio desnudo.

No es que estuviera obsesionada con su torso de perfectas dimensiones ni con sus abdominales tan exageradamente marcados, pero, para ser sincera, era lo primero que llamaba la atención al verle por primera vez.

Y Marinette Lamartine, por como tenía su mirada fija en la de él y no en sus oblicuos, parecía que ya le conocía.

Lo del nombre tan solo me lo había confirmado.

Para mi sorpresa, ambos se estaban devorando con la mirada. Estaba claro que ella era guapa, con sus cabellos rojizos y sus grandes ojos castaños, y que él era lo más parecido a un dios griego, así que no me extrañaba que la gente atractiva se atrajera entre sí; lo que sí lo hacía era el hecho de que fueran la novia psicótica y mi vecino buenorro.

Probablemente aquella era una de las situaciones más incómodas que había vivido últimamente, aunque no la peor, ni siquiera entre las primeras peores. Esos puestos estaban ocupados por orden cronológico cada uno de los encontronazos con el dueño de la empresa de moda más codiciada de toda Europa, quien había resultado ser el sujeto despreciable que ocupaba el asiento de al lado en cada trayecto en autobús que me había rechazado como Selecta por esa misma razón.

Tras aquellos desagradables encuentros, se encontraba aquella escena. Bastien mantenía su gesto serio, duro, de chico malo, tal vez depredador, mientras que Marinette apretaba sus labios hasta dejarlos blancos para reprimir una sonrisa coqueta que me excluía por completo de aquella conversación no verbal, en la que también estaba presente mi pobre ardilla, en brazos de la loca, la cual, evidentemente, tenía miedo.

—¿Os conocéis? —carraspeé, intentando explotar la burbuja de hormonas que les estaba rodeando, pensando que así conseguiría que Lady S fuera liberada.

Marinette, sin apartar la mirada de la de él, suspiró.

—Hace un tiempo, sí —respondió, sin dar ni un solo detalle al respecto, como si yo no lo necesitara.

Desvié mi mirada hacia él por si su contestación incluía algo interesante, aunque estaba tieso como una estatua, con los hombros erguidos para mostrar su hermoso torso definido, sin mover ni un solo músculo, ni siquiera para parpadear.

—¿Hola? —insistí, aunque estaba claro que yo allí, en mi propia terraza, sobraba.

—Hola —repitió Bastien en un murmullo, como si hubiera sido programado.

Señor Dios mío, necesitaba actuar cuanto antes.

Conseguí rescatar a mi pobre ardilla de entre las zarpas de su raptora, la cual, de haber podido, habría estado llorando por culpa de la psicópata que la había estado agarrando como si de un peluche antiestrés se tratara.

Le devolví a su jaula con sumo cuidado, aunque ella, en pleno ataque de ansiedad, corrió a esconderse a su refugio, por si a alguien se le ocurría volver a retenerla en el aire en contra de su voluntad.

—A la señorita Lamartine fue a la que llevé tu ardilla. No sabía que fuera la modelo de tus vestidos de novia a parte de veteri...

—¿Modelo? No es mi modelo, es mi clienta —le corregí, antes de que pudiera terminar la frase.

Marinette casi se atragantó con su propia saliva cuando me miró con horror tras haberle descubierto la verdad a mi vecino y salió corriendo hacia mi casa sin siquiera preocuparse de no pisar el vestido.

A mí me iba a dar un síncope.

—¡Marinette, cuidado, por favor! —grité, aunque no lo decía por ella. Llevaba semanas confeccionando aquella falda de tul para que su ataque de ansiedad lo destrozara por completo.

Quise correr detrás de ella para evitar que le hiciera algún destrozo a mi obra de arte, pero Bastien me llamó por mi nombre completo, evitando así que desapareciera sin más del balcón.

—Marie Agathe, espera. Yo no sabía que... Bueno, cuando nos vimos la primera vez parecía muy dispuesta y cuando le llevé la ardilla a la consulta ella... No parecía el tipo de persona que ha encargado un vestido de novia. No lo habría hecho de ser así —aclaró, con las mejillas ligeramente teñidas de un tono rosado que gritaban bochorno a los cuatro vientos.

Negué con la cabeza. A mí no me incumbía lo que hacía Bastien en su vida privada.

No era la primera vez que le veía con una de sus numerosas amigas, con las que solía despertar cada mañana alegremente, aunque yo no podía opinar sobre ello, porque así como él tenía relaciones con diferentes chicas cada noche, yo me había bebido una botella de un litro de ron y me había quedado encerrada en mi propio balcón a las tres de la madrugada, así que no era la más apropiada para juzgar a nadie.

No sabía a qué se dedicaba exactamente mi vecino, aunque varias veces se me había pasado por la cabeza el hecho de que fuera un hombre de compañía, lo que en parte no tendría sentido, ya que ellas siempre se quedaban a dormir y parecían extremadamente cariñosas con él, mucho más que para una relación profesional, fuera lo que fuese aquello.

Tal vez tan solo era un mujeriego y yo lo estuviera prejuzgando injustamente.

—No vuelvas a pedirme a Lady S para esto —dije, aunque soné un poco más dura de lo que había pretendido.

Él frunció el ceño ligeramente.

—Lo siento, de verdad, no sabía que estuviera prometida.

—Ni aunque estuviera soltera. No quiero que la uses para esto. Lo siento —solté, despidiéndome de él con aquellas dos últimas palabras, entrando en mi habitación segundos después.

Marinette estaba sentada en la cama, de espaldas a la puerta, con la cabeza entre las manos y murmurando algo, tal vez un conjuro para maldecirnos a todos, lo que no sería extraño. Aquella mujer estaba loca.

—No te atrevas a juzgarme —dijo, cuando todavía no me había visto.

Desde luego era Lord Voldemort.

Fruncí el ceño al instante, por si acaso podía observarme aún estando de espaldas a mí.

—¿Perdona? —solté, evidentemente molesta.

—Pierre es virgen, ultracatólico y su familia le ha comido la cabeza durante veintisiete años para que pierda su virtud con su mujer el día que se case. Él no se adaptaba a mis necesidades, así que tuve que buscarme la vida para satisfacerme yo misma. No me malinterpretes, yo le quiero y él sabe lo que he hecho. Como es cristiano, siempre me perdona —se justificó, aunque yo no necesitaba saberlo.




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