Querido jefe Narciso

Capítulo veinte

—Marie Agathe Tailler —le dije al mismo recepcionista pelirrojo que me atendió el día de la prueba, con las manos unidas sobre el mostrador y poniéndome de puntillas para visualizar mejor la pantalla del ordenador, aunque realmente no lo necesitara porque no era precisamente bajita.

Tecleó mi nombre en su gran iMac y, acto seguido, miró a mi compañera, esperando a que le informara de su nombre también, lo que no le hizo demasiada gracia a la señora Delacroix.

—¿Trabajas en una empresa de moda y no me reconoces? —preguntó, ofendida.

Me fijé en la gruesa capa de base de maquillaje que ocultaba sus pocas arrugas, probablemente retocadas, y pude confirmar que llevaba más productos en el rostro que yo abalorios contra la mala suerte, los cuales había criticado desde el momento en el que aparecí frente a aquel edificio, donde ella ya me estaba esperando.

El recepcionista se encogió ligeramente en su asiento, incómodo por no saber cómo reaccionar ante aquella pregunta retórica.

—Lo siento, madame, yo...

—Sabine Delacroix, diseñadora de Chanel —dijo con suficiencia, interrumpiendo las disculpas del pobre trabajador.

Qué miedo daba esa mujer, por el amor de Dios.

Él joven asintió con la cabeza, apuntándolo en su gran ordenador y, sin esperar ni un solo minuto, sacó de uno de los cajones que había bajo la mesa dos tarjetas sujetas por dos cintas distintas en las que claramente decía «Laboureche».

—De acuerdo, señoras. —Sentí una puñalada en el corazón nada más oír aquella última palabra.— Ruego disculpen al señor Laboureche, ya que se encuentra indispuesto en este momento. Pueden subir a la doceava planta, donde se encuentra su despacho, y esperar a ser atendidas. Mientras tanto, deberán llevar colgadas estas tarjetas de visita por si algún miembro de nuestro cuerpo de seguridad se lo pide. Recuerden que el contrato que firmaron durante la prueba de Selección les obliga a mantener la identidad del señor Laboureche en el anonimato, de lo contrario, se podrían tomar medidas legales contra ustedes. Espero disfruten de su visita.

Arqueé las cejas a la vez que me colocaba la cinta en el cuello. ¿Tanta protección necesitaba Narcisse para que tuviéramos que llevar identificación?

Sabine se colgó la cinta de tela que ataba la tarjeta con elegancia, antes de darse la vuelta con la barbilla alzada y completamente indignada. Tal vez se arrepentía de haber aceptado a ayudarme.

La seguí de cerca cuando se dirigía al ascensor, aunque no me atreví a andar a su lado. Debía de parecer un despropósito humano comparada con ella, con sus tacones, su exuberante camisa y sus grandes gafas graduadas, mientras que yo, atentando contra mi propio estilo, vestía mi uniforme del trabajo con poca dignidad.

Sabine llegó antes que yo al ascensor, al cual seis hombres grandes y trajeados estaban esperando y, cuando se abrieron sus puertas, tuve que correr para poder meterme yo también.

Me apropié de una esquina, pegada hombro con hombro con un joven de cabello largo recogido en un perfecto moño que vestía un traje azul marino con suma elegancia, al que descubrí mirándome en un descuido.

Obviamente no era a mí a quien observaba, sino más bien a mi collar, en cuyo colgante de ámbar estaba el flamante fósil de escorpión que servía de amuleto contra la mala suerte y que era del tamaño de la esfera de su Rolex.

No me molesté por su ceño fruncido, porque yo, de haber sido otra persona, habría tenido la misma reacción.

El ascensor se fue vaciando hasta que nos quedamos Sabine y yo solas.

Ella repiqueteaba con la punta de su tacón el suelo, inquieta, aunque más bien parecía impaciente, a pesar de que no fuera ella la que tuviera que hablar en aquel instante.

Salimos del ascensor en completo silencio y, antes de que pudiéramos siquiera dar un paso adelante, un hombre de grandes dimensiones y una mujer igual de fornida nos detuvieron, mostrando el logo de su camisa, que los identificaba como guardias de seguridad.

—Señoras —dijo él, calvo y dueño de una espesa y oscura barba que le aportaba un terrorífico aspecto de sicario de la mafia.

—Identificación, por favor —pidió ella, con la voz grave y con cara de pocos amigos.

—¿Por qué nadie me reconoce? —dramatizó Sabine, como la última vez, indignada, mostrándole la tarjeta que le había dado el recepcionista con evidente desgana.

Yo hice lo mismo, aunque sin decir ni una sola palabra.

Ambos nos dejaron pasar, aunque no sabíamos a dónde dirigirnos, pues el pasillo era largo y no parecía indicar en ningún lugar dónde se encontraba su despacho.

—Solamente hay una sala, no hay pérdida —indicó la guardia de seguridad, cruzándose de brazos a la vez que nos observaba.

Asentí con la cabeza a modo de agradecimiento, agarrando el ámbar de mi collar como costumbre.

El guardia frunció el ceño.

Seguí a Sabine hasta llegar a la única puerta en todo el piso, de robusta madera que se ajustaba a la perfección al marco, sin dejar ni un solo espacio con la pared.

Ella tomó la iniciativa, abriendo la puerta sin siquiera llamar, y entró en la estancia con la cabeza bien alta.

Yo la imité, siguiendo sus pasos hasta llegar al sillón en el que hacía algo más de diez meses me había sentado por primera vez, el día de la muerte de Narcisse Laboureche, el viejo maleducado que me había echado sin darme siquiera una oportunidad. Y allí estaba yo, a por la tercera.

—No puedo creer que lleves tanta parafernalia en el cuerpo, niña —indicó Sabine, mirando fijamente mi colgante con evidente fastidio.

Lo oculté con mi mano, esperando no estar pareciendo una loca.

—Son amuletos. Siempre viene bien una ayuda extra —murmuré, abrazándome a mi bolso.

Ella arqueó las cejas, parcialmente ocultas por la gruesa montura de sus gafas graduadas.

Su mirada cayó de pronto en mi Birkin, para el que había estado ahorrando unos cinco años y el cual se hayaba en mi poder al fin, aunque, evidentemente, ella ya tenía el suyo. Lo que le sorprendió, aparentemente, fue que mi mano se introdujera en el bolso para agarrar mi herradura ligera, uno de los tantos objetos que llenaban el Birkin totalmente prescindibles para alguien normal.




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