Gabrielle Bertin estaba cada día más decaída.
No había podido evitar fijarme en que una de mis compañeras de trabajo había desaparecido de su puesto hacía más de una semana y algo me decía que todas sabíamos que ese era el futuro que nos esperaba a todas.
Sin embargo, por alguna razón, yo no pensaba en que iban a echarme del taller.
Marinette Lamartine había ido a buscar su vestido aquella mañana al portal de mi casa, donde lo había dejado, y ella me había enviado un mensaje dándome las gracias y pidiéndome disculpas de una forma tan desagradable que estaba segura de que no lo sentía de verdad.
Era un alivio el no tener que pensar en ella ni una sola vez más. Había sido mi última novia y tal vez la peor, y no solo por el hecho de descubrir que, a menos de una semana de casarse, se había acostado Dios sabe cuántas veces con mi promiscuo vecino, por cuya cama pasaban más mujeres que sábanas limpias, sino más bien por sus extravagantes exigencias y el modo en el que, cuando descubrí aquello, me había tratado. Yo no era estúpida y, aún así, me había hecho sentir todo lo contrario.
—Oh, Agathe, estás aquí —murmuró una voz, dirigiéndose hacia mí.
Levanté mi mirada hacia los ojos heterocromáticos de Gabrielle, quien, con un aspecto deplorable, apoyó ambas manos sobre mi mesa de trabajo para sostenerse en pie.
Realmente no sabía qué era lo que le había pasado, pero debía de ser realmente malo para pasar de ser la persona más alegre y vivaracha con la que me había cruzado jamás a aquella antítesis depresiva de su persona.
—Perdona, Gabrielle, tan solo estaba dibujando —me disculpé, ocultando el boceto de aquella corbata que mi lápiz había trazado sobre el papel.
—No, no, está bien —respondió, restándole importancia.
Hacía tiempo que no trabajaba. Por alguna razón, había cancelado todos los nuevos pedidos y había rechazado nuevas propuestas por parte de novias desesperadas, algo que, claramente, ella siempre había disfrutado. Íbamos las doce chicas a trabajar, aunque ninguna lo hacíamos, tan solo porque no había absolutamente nada con lo que inspirarnos.
—¿Puedo ayudarte en algo? —pregunté, tras varios segundos de un incómodo silencio que ella no pretendía romper.
Me dedicó una melancólica sonrisa que me entristeció al instante.
—Solo quería asegurarme de que estabas bien. Denisse ha encontrado un nuevo trabajo y Yolande va a acudir a una entrevista esta misma tarde en la mercería que hay al final de esta misma calle —me informó.
¿Qué me estaba tratando de decir con aquello?
—¿Vas a cerrar la tienda? —pregunté, algo menos delicada de lo que debería de haber sido en aquella situación.
Ella tan solo asintió con la cabeza, calmada.
—He recomendado a tus compañeras a algunos de mis contactos en el mundo de la moda, para asegurarme de que alguien les acogerá cuando deba despedirme de ellas —expuso.
Miré a mi alrededor. La mayoría de las chicas estaban reunidas en la mesa de Louise, hablando animadamente sobre alguna banalidad que no me incumbía, mientras que otras dos se encontraban en sus puestos de trabajo, aunque ambas con su teléfono móvil en la mano.
—¿Así que se acabó?
Volvió a asentir.
—Eres mucho más joven y talentosa que las demás, estoy segura de que todo irá bien cuando logres salir de aquí.
—Me gusta trabajar para ti, Gabrielle —le aseguré, y realmente decía la verdad.
Ella me dedicó una triste sonrisa que se esfumó con rapidez.
—No sé cómo una chica tan responsable y con una vocación tan clara hacia la moda y la confección sigue atascada en una tienda de vestidos para novias sin pronunciarse siquiera un poco en ninguna otra mayor empresa. Sé que Janette Savoie estaba buscando diseñadoras para su nueva tienda en Montparnasse y me gustaría que...
—¡Gabrielle, está el cartero llamándote desde la puerta! —gritó una de las chicas, haciendo aspavientos con los brazos para llamar la atención.
Sin sentirse ofendida por haber sido interrumpida en lo más mínimo, la menuda mujer de cabellos cobrizos salió corriendo del taller, dejándome a mí hablando con la pared.
Janette Savoie, de quien me estaba hablando Gabrielle Bertin, era una de las primeras mujeres de los barrios humildes de París que había conseguido en la ciudad de la alta costura triunfar con sus exagerados zapatos entre la clase obrera, como si de un nuevo Christian Louboutin se tratara aunque a precio infinitamente más asequible. Realmente no tenía nada que ver con lo que yo deseaba dedicarme, ya que la ropa, para mí, era mucho más versátil que el calzado, aunque, por lo visto, Gabrielle tenía otros planes para mí.
Miré el reloj, segura de que quedaba poco tiempo para terminar la jornada, y tuve razón, pues las agujas ya marcaban las tres menos cinco.
Estaba a punto de quedarme sin trabajo y, aún así, estaba impaciente por salir de allí. Por alguna razón, el hecho de que Bastien estuviera esperándome en la entrada de Laboureche como si me debiera algo, dispuesto a ayudarme a humillar de una vez por todas al estúpido chico millonario que se trasladaba en mi mismo autobús, y esa era la única motivación que tenía para sonreír.
Recogí mis cosas, sin esperar a que mis compañeras hicieran lo mismo, y salí del taller sin despedirme de nadie, ni siquiera de mi jefa, a la que oía gritar desde el interior de la tienda, tan ajena a sus trabajadoras como ellas de sus faenas.
La suave brisa veraniega suavizaba ligeramente la infernal temperatura del ambiente y ese fue mi segundo motivo para sonreír.
Empecé a andar cuesta abajo, pese a que la parada del autobús estuviera en la otra dirección, dispuesta a llegar a Laboureche tan despejada y segura de mí misma como jamás lo había estado.
Ahora que ya sabía que Narcisse era plenamente consciente de que Jon no decía la verdad, era mucho más sencillo acabar con él, si es que eso, de alguna de las formas en las que lo había soñado despierta durante toda aquella jornada, era posible.