Querido jefe Narciso

Capítulo veinticinco

Naratón 2/3 y ya estoy cansada de escribir pero no me voy a quejar más JAJAJA

—La recuerdo, señorita Tailler —rio Claudine Laboureche, colocándose sobre su cabeza de cabellos blancos sus excéntricas gafas de pasta rojas, como las que había llevado su hermano el día que me entrevistó, hacía tantos meses que no debería de haberme acordado de aquel estúpido detalle.

Mi querido amigo Jonhyuk, sentado con las piernas cruzadas derrochando elegancia y soberbia a la vez, me observó de arriba abajo, sin comprender qué hacía de nuevo allí.

—Buenas tardes —fue lo único que fui capaz de formular, perdiendo mi sonrisa al darme cuenta de dónde estaba.

Había cinco hombres y una sola mujer encabezados por la inimitable jefa de taller e hija de la fundadora de aquel mismo lugar, todos vestidos de una forma imposible y a la vez preciosa, tan digna de admirar como lo que sus nombres representaban.

Michele Degas, el único afroeuropeo de la mesa, llevaba aquel cabello imposiblemente rizado teñido de un estrambótico color rosado que hacía juego con sus uñas llenas de pedrería, que tamborileaban sobre la mesa con evidente aburrimiento ante nuestra inoportuna intromisión.

Frente a él se encontraba Philippa Javert, con sus aires de grandeza siempre merecidos y su cabello rubio recogido con uno de los infinitos pañuelos que conformaban su colección, que a su vez estaba entre los mellizos Gérard y Paul Renoir, ambos vestidos con trajes a conjuntos que hacían resaltar sus atrevidos maquillajes de los colores del ocaso, que, a su vez, los conectaban con Jean-Jacques Humbert, el único Selecto que había visto en persona —exceptuando a Jung— antes de aquel mismo momento.

Iba a desmayarme de un momento a otro, ante la atenta mirada de mis modelos a seguir, e iba a humillarme una vez más en aquel mismo edificio de desgracias.

—¿Qué pasa, Louis? —preguntó Claudine, rodeando la mesa para llegar hasta nosotros, sin darle importancia a mi estado mental, al borde del colapso.

Me tendió la mano amablemente, improbablemente intentando tranquilizarme a través de la sabiduría de sus dedos expertos, aunque yo quise tomarla de aquella forma. Mi corazón iba tan acelerado que estaba segura de que iba a morir.

—Siento no haber venido antes, madrina —repitió aquella misma palabra, dejando claro que no era yo la que había oído mal.

—Tu abuela me dijo que habíais estado demasiado ocupados Auguste y  tú desde el debut en la pasarela de la Fashion Week de Louis XIX —pronunció Claudine, sin prestarle atención a los cuchicheos de sus Selectos con respecto a nuestra intromisión.

Ella, con una adorable sonrisa, le cogió ambas manos a Bastien y las unió con las suyas como gesto reconfortante.

—Pero no he venido por eso —dijo él, cuando yo todavía no había procesado las palabras de mi ídolo.

Louis XIX. Auguste. Fashion Week.

Oh, señor y Dios mío.

A ciencia cierta podía afirmar que a partir de la presentación oficial de la marca de lujo que mayor acogida y buena reputación había tenido en la última Fashion Week en París, Louis XIX se había convertido en la segunda empresa de moda más pronunciada en todo el territorio europeo, superando con creces el renacimiento de las demás marcas de alta costura más influyentes del mundo contemporáneo.

Mis labios formaron una "o" perfecta cuando me giré para fijarme en el rostro de mi acompañante, el cual, para mi sorpresa, también me estaba mirando.

—Eres Louis Sébastien Dumont —acerté a decir, a la vez que él asentía con la cabeza, haciéndome sentir cada vez más estúpida.

Todos, absolutamente todos, sabían que Louis Auguste Dumont y su hermano gemelo habían fundado la marca de moda con mayor crecimiento económico de la década hacía poco más de dos años, siendo los empresarios más jóvenes del mundo textil en conseguirlo, y su nombre y el de su empresa hacía tiempo que era aclamado por la crítica. Y yo no me había dado cuenta.

—Llevo meses viviendo frente al dueño de una de las empresas más importantes del sector en Francia y hace treinta segundos que me he enterado —pensé, aunque en voz alta.

Bastien negó con la cabeza, tal vez queriéndome decir que me callara. Lo hice, por supuesto, para dejar de parecer una imbécil.

—Tampoco es que te lo haya contado —argumentó, encogiéndose de hombros.

Claudine frunció el ceño sin comprender del todo la conversación, pero soltó las manos de Bastien para dar un paso atrás y poder observarnos a los dos.

—¿Qué quieres, si no es ver a la mejor amiga de tu abuela en su horario de trabajo? —preguntó, gracias al cielo, librándome de seguir diciendo idioteces.

—Quiero hablar con Narciso. Ambos queremos hablar con él —respondió, señalándome a mí también.

Me mordí el labio inferior, demasiado impactada todavía por el exceso de información que había llegado a mi cerebro en menos de cinco minutos.

—Me temo que la entrada de la señorita Tailler a este edificio ha sido vetada —se inmiscuyó Jon, por alguna razón, sin maldad en su tono de voz.

Debería de estar disfrutando de aquel momento en silencio, porque su exterior era sereno e igualmente elegante.

—¿Y por qué haría eso? —inquirió Claudine, girándose hacia el asiático.

—Porque tengo pruebas y testigos de que la elección de Jonhyuk fue injusta y él es consciente de ello —respondí, irguiéndome con seguridad, algo que, desde luego, pocas veces solía hacer.

Bastien sonrió en mi dirección.

—¿Acaso hiciste algo malo, Jon? —le preguntó con dulzura la que ahora sabía que era la madrina de mi vecino.

Él frunció el ceño, sin mirarla a ella, sino a mí. Sus ojos rasgados se hacían difíciles de analizar, aunque no parecía del todo cómodo con que volviera a incriminarle, esta vez frente a otro público, el cual parecía más dispuesto a escuchar que no Narcisse.

—Quien calla otorga, Jung. Acabas de delatarte —rio Jean-Jacques, quien nos había vigilado a ambos durante la última prueba, apoyando sus manos en su gran barriga redonda, disfrutando indudablemente de la situación.




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