Querido jefe Narciso

Capítulo veintisiete

—Aggie es mi vecina —aclaró Bastien, sin soltarme de la mano.

Mi corazón estaba acelerado, aunque tampoco podía asegurar si era por la presión que sentía por todo lo absurdo de la situación o por sentir el calor de sus largos dedos al acariciar los míos.

—¿En qué especie de barrio cutre y pobre vives para tener de vecina a este esperpento? —preguntó Narcisse, arrugando la nariz y mirándole con la barbilla levantada, en un gesto totalmente asqueado.

Cerré los ojos para tomar una gran bocanada de aire, intentando mantener la boca cerrada.

Bastien ladeó y chasqueó la lengua acto seguido, sin un ápice de molestia ante las palabras del que tenía en frente, quien mostraba una soberbia sonrisa.

—Cállate, hazme el favor —le ordenó Claudine, escondiendo el rostro entre sus manos, antes de suspirar.

Miré a Narcisse de reojo con evidente repulsión hacia aquella pretenciosa sonrisa tras las palabras de la jefa de taller.

—Un día recibí su correspondencia por error —continuó Bastien, como si nadie le hubiera interrumpido—. Evidentemente, Narcisse había firmado una de aquellas cartas y ese mismo día me enteré de que la habían seleccionado para realizar las pruebas para entrar a trabajar aquí, y supuse que debía de ser excepcional en su trabajo para que os hubierais fijado en ella. Evidentemente, lo es. Y, aún así, volvió a casa sola y sin su puesto de Selecta, tan solo para que semanas después otra de las aspirantes revelara a la prensa que el que ocupaba ese puesto era... Bueno tú —dijo, señalando a Jon con la barbilla—. Y que la corbata que habías hecho y la que habías presentado después no era la misma, lo que te convertía inmediatamente en un tramposo y a Narcisse en tu cómplice.

Claudine descubrió sus ojos para mostrar su ceño fruncido, dirigiendo su mirada hacia el coreano, quien había cruzado sus piernas para ocultar el hecho de que estaba tan nervioso que se movían arriba y abajo con una preocupante rapidez. Y, aún así, su rostro estaba sereno, como si tuviera pleno control de sus gestos faciales.

—¿Por qué me hacéis esto? Yo no tengo edad para aguantar estas cosas —se quejó Claudine, masajeándose las sienes con las yemas de sus dedos.

—El drama no te queda bien, Bastien —se metió Narcisse, sereno, apoyando su espalda en la cómoda silla negra.

Apreté los labios. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Hablar? ¿Dejar que Bastien arreglara mis problemas? Ni siquiera recordaba por qué estaba allí, estaba a punto de sufrir un grave infarto que superaría con creces lo que pudiera pasarle a Claudine por muchos años que me sacara.

—Lo que dicen es cierto. Todo. Llevé una de mis corbatas a la prueba y, en el último momento, logré cambiarla por la que había hecho en la prueba para asegurarme un puesto entre los Selectos. Estaba seguro de que alguien tan anónimo como yo no podría conseguir el puesto de no ser porque mi trabajo fuera impecable, así que lo hice —dijo Jon, colocando las manos sobre la mesa, mirándome fijamente a los ojos, aunque no de la misma forma intimidante en la que lo hacía Narcisse.

Oí un grito de desesperación y no me hizo falta darme la vuelta para saber que había sido Claudine, aunque perfectamente podría haber sido yo.

Mis ojos estaban tan abiertos que en cualquier momento iban a salirse de sus órbitas y mi corazón latía tan aceleradamente que dudaba que saliera con vida de aquella sala.

Sentí la mano de Bastien apretar la mía tal vez en un intento de llamar mi atención, pero yo estaba completamente absorta en la mirada de Jonhyuk Jung que nada podía distraerme de mi cometido.

—¿Y te crees que yo sí tenía un nombre respaldando mi candidatura? Si no recuerdo mal, nosotros dos fuimos los únicos que aguantamos durante todas las pruebas y nunca había oído hablar de ti así como tú tampoco de mí. Me privaste de la...

Alguien carraspeó con fuerza, interrumpiéndome de la peor de las maneras.

Poco después, el inquietante sonido de las uñas de alguien golpear con suavidad la mesa de cristal me hizo apartarme del duelo de miradas con Jon, tan solo para encontrarme a la de Narcisse perturbando mi paciencia una vez más.

—Yo ya conocía a la señorita Tailler —confesó, para sorpresa de todos—. Desde que César predijo que mi rostro pronto acabaría en todas las portadas y revistas del mundo entero, me recomendó empezar a ser más cercano a la sociedad, privándome de mis viajes diarios en coche para sustituirlos por trayectos en autobús, algo que me haría ver accesible y más humano, si cabe, entre algunas otras cosas que prefiero no comentar. Resultó que mi compañera diaria de viaje fue ella, la dueña de un perro con la rabia escondido en su bolso de imitación que saltó sobre mí en uno de nuestros primeros intentos, dejándome una horrible marca en la entrepierna que me duró dos semanas y me obligó a cambiar mis hábitos radicalmente. Por supuesto que no iba a dejar que alguien que había adiestrado a un animal de aquella forma entrara en mi empresa, mucho menos con su forma de vestir simple y su nula personalidad. Mírala,  tía Clau, ella no representa a nuestra empresa y nunca podrá hacerlo.

Odiaba con todo mi corazón que fuera capaz de decir aquello manteniendo su mirada fija en mí, como si estuviera intentando retarme a interrumpirle en algún momento, algo que, desde luego, no iba a hacer.

Dejé de creer en aquello de que los ojos eran el espejo del alma, porque los suyos, marrones, bellos y tiernos distaban mucho de lo ruin y despreciable que realmente era.

Claudine dio un fuerte golpe en la mesa para que todos los fijáramos en ella y no fue en vano, pues, incluso Jon, quien se había mantenido en una postura relajada, se irguió de pronto, adoptando un semblante evidentemente asustado.

La hija de Madeleine Laboureche nos estaba observando a todos, tal vez pensando su veredicto, con una mirada indiscutiblemente irritada, como si odiara todo lo que estaba ocurriendo allí. Tal vez sí lo hacía.




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