Lady S ronroneaba como un gato mientras le acariciaba la cabeza, colocada sobre mi regazo para sentir todavía más el calor que mi cuerpo desprendía.
Por norma general, no dejaba que mi ardilla subiera a mi cama, pero en aquel momento de completa confusión, había sido yo la que la había traído conmigo hasta quedar sobre el pomposo edredón de verano, mirando a la nada mientras ella disfrutaba de sus nueces ya peladas, moviéndose hiperactivamente por debajo de mi mano para alargar mis caricias.
Al otro lado tenía mi bloc de dibujo, el cual hacía demasiado tiempo que no usaba, abierto por uno de mis últimos bocetos, de los que había diseñado antes de siquiera entrar en Laboureche como aspirante. Como todo en mi vida, estaba incompleto.
Realmente lo único que estaba haciendo era atrasar el momento de llamar a Gabrielle Bertin, la mujer para la que había trabajado los últimos meses de mi vida, para decirle que ya no iba a volver a su tienda, que yo, como Yolande, también había encontrado un nuevo trabajo y que dejaba un taller de novias para trabajar en la alta costura, porque ni siquiera yo me lo creía.
Tras haber visto todo lo que había ocurrido aquel día, desde ver por primera vez en mi vida a Bastien correctamente vestido a descubrir que él era el maldito fundador de Louis XIX y finalmente conseguir que Claudine Laboureche me aceptara como miembro de su selecto equipo, nada parecía real.
Sentía que estaba en una burbuja que pronto iba a explotar y yo, desde luego, nunca había estado preparada para que aquello ocurriera. Podía caer con fuerza de mi nube de sueños cumplidos y eso me aterraba.
Quise incorporarme para levantarme de una vez, aunque aquel movimiento asustó a mi pobre ardilla, la cual, como acto reflejo, clavó sus pequeñas y afiladas uñas en mi barriga, haciéndome gritar al instante, tal vez por la sorpresa o el repentino dolor.
—¡Lady S!
La ardilla, asustada, dio un segundo salto, esta vez sobre la cama, para terminar en el suelo, desapareciendo por completo de mi vista.
—Mierda.
Perder a Lady S la primera vez fue una experiencia traumática. Estuve dos días seguidos dejando rastros de nueces desde la cocina hasta la terraza, pasando por el comedor, el baño y mi habitación, aunque, cuando despertaba por la mañana no quedaba absolutamente ningún fruto seco, hasta la madrugada del tercer día, cuando me la encontré subida sobre mi armario, acurrucada, durmiendo plácidamente y sin percatarse de mi presencia.
La segunda vez no fue mucho mejor pues, visto que la estrategia de las nueces no me había funcionado, decidí buscarla por mí misma durante un día entero, hasta encontrarla dentro de una de mis infinitas botas, protegida e inmensamente feliz.
No podía permitirme perderla otra vez, ya que aquel pequeño y escurridizo animal agotaba absolutamente todas mis energías y, en aquel momento, necesitaba tenerlo todo de mi parte, o iba a desfallecer.
Pasaban de las doce de la noche y tenía que levantarme antes de las ocho para poder empezar mi primer día de trabajo en Laboureche como una persona normal y no como un maldito zombie. Suficiente ridículo había hecho ya.
—¡Lady S! —la llamé, esperando a que, por arte de magia, respondiera.
Bajé de la cama, sintiendo el frío del suelo de parqué a través de mis pies descalzos y me agaché para mirar debajo de la cama, por si se había escondido allí. Obviamente, no estaba.
Tuve suerte de haber dejado la puerta de mi habitación hacia el pasillo cerrada, reduciendo el radio de búsqueda bastante, aunque, al querer mirar por el armario por si había repetido escondrijo, una sospechosa corriente de aire frío envolvió mi cuerpo provocando un inmediato escalofrío.
—Oh, no —dije, cuando vislumbré la puerta hacia la terraza completamente abierta.
Coloqué ambas manos en mi cabeza, empezando a dar vueltas sobre mí misma, con el corazón acelerado, por si podía advertirle desde mi posición, sin éxito.
—Por favor, Dios, no puedo perderla otra vez —sollocé, dejando caer una lágrima.
Estaba estresada. Más que en toda mi vida. Acababa de cambiar absolutamente todo a lo que estaba acostumbrada, desde mi trabajo hasta lo que pensaba de mi vecino, quien, visto lo visto, no necesitaba prostituirse para vivir, porque, desde luego tenía muchísimo dinero.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo debía actuar? ¿Qué suponía el hecho de que yo fuera una Selecta? Desde luego, mi sueño, como todos los que había tenido en mi vida, se había visto abordado por mi horrible manera de afrontar las cosas, a pesar de que, por primera vez, lo había conseguido.
Era una Selecta, iba a trabajar para Claudine Laboureche, era la estúpida vecina del copropietario de Louis XIX y había perdido a mi ardilla. Por tercera vez.
Sin embargo y, como si el destino me quisiera advertir de que no todo en aquella vida era digno de hacer drama, oí unos arañazos contra el suelo de baldosa, que, desde luego, estaba haciendo Lady S.
Salí a la terraza como una exhalación, atraída por el incesante sonido de las garras de mi única y mejor amiga y, para mi desgracia, descubrí que ella no estaba allí. No precisamente.
Lady S había saltado desde mi balcón al de mi vecino.
—Mierda —maldije, pegando una patada al suelo con mis pies descalzos.
Me habría puesto a gritar el nombre de Bastien, aunque sus persianas estaban bajadas al punto de impedir que cualquier rayo de luz se colara entre sus huecos, así que, probablemente, no me habría escuchado. También estaba el hecho de que mis vecinos no me miraban demasiado bien desde el día que me quedé encerrada en mi propia terraza, especialmente la señora del segundo, quien inevitablemente babeaba por mi vecino desde su balcón lleno de plantas cada mañana.
Di un rodeo por toda la terraza para ver si podía encontrar algo que lanzar contra la ventana de su habitación y que no rompiera los cristales, pero que sirviera para que el impacto pudiera llamar su atención, al menos.