Me había levantado aquella mañana con un cabello especialmente rebelde, que había decidido no mantenerse tieso aunque hubiera gastado un bote entero de laca en mi pobre y triste trenza.
Tenía mucho sueño, pero había cedido debido a que mi anuncio sobre el abandono del taller de Gabrielle Bertin tenía que ser aquel día y no podía retrasarlo más, pues debía incorporarme a Laboureche cuanto antes, por muy dolida que me sintiera, por alguna razón, de decir adiós a la mujer que me había acogido cuando nadie me quería.
Ni siquiera había pensado en cómo se lo tomarían mis compañeras de trabajo, ya que, desde luego, jamás habían destacado por su simpatía. Yo tan solo quería sentirme aceptada por primera vez en mi vida y algo me decía que, para nada, iba a conseguirlo.
La Semana de la Moda de París estaba a la vuelta de la esquina y era esencial que acudiera a las tres reuniones que Claudine había convocado aquella misma semana, siendo esa mi primera y tal vez única motivación para despedirme justo aquella mañana.
Salí a la terraza durante una milésima de segundo para comprobar que Lady S seguía en su jaula y, acto seguido, salí corriendo de mi habitación, directa hacia el mueble que tenía en la entrada, donde estaba mi salero de la suerte, el cual, por descontado, no era el que usaba para condimentar mis ensaladas, sino más bien para echar su contenido por encima de mi hombro, asegurándome de que aquel iba a ser un buen día.
Miré la hora en mi reloj de pulsera, sintiéndome desgraciada al instante. La sal no había ayudado en aquella ocasión.
A toda velocidad y con el bolso colgado del hombro, avancé por las escaleras agarrada a la barandilla, no sin antes asegurarme de que mi puerta se había cerrado, temerosa de caerme aunque segura de que iba a perder el autobús si no corría como alma que lleva el diablo.
Cuando logré llegar a la puerta principal y pude salir a la calle de una vez por todas, la luz cegadora de los primeros rayos de sol provocaron que cerrara los ojos al instante, sin ser consciente de lo que realmente estaba ocurriendo.
Eran las ocho de la mañana y era extraño que la simple luz solar tuviera tanta fuerza como para cegarme, si ni siquiera salía por aquel lado de la ciudad, aunque pronto descubrí que, por supuesto, no era eso lo que estaba ocurriendo.
Empecé a oír un murmullo que fue evolucionando lentamente hasta convertirse en el griterío más intenso que había escuchado jamás y fue entonces cuando abrí los ojos, descubriendo a decenas de personas rodeando el portal de mi casa, cargadas con cámaras enormes y algunas más pequeñas, cuadernos, micrófonos y móviles que me apuntaban con descaro, como si fuera una estrella de televisión o la mismísima Kim Kardashian. Claro que yo era más pálida que la nieve, que no tenía ni un poco de culo y que jamás había sido famosa.
¿Qué estaba ocurriendo?
Una mujer rubia avanzó hacia mí para pegarme su grabadora en la boca, como si aquello fuera a ayudarme a salir del shock en el que estaba en aquel instante.
—¿Podría aclarar cuál es el tipo de relación que mantiene con Narcisse Laboureche? —preguntó.
Tras ella, un innumerable grupo de personas se abalanzó sobre mí. Yo, asustada y al borde de un ataque al corazón, me di la vuelta e intenté abrir la puerta de hierro forjado y cristal que permitía ver el interior del vestíbulo del antiguo edificio parisino en el que habitaba, aunque, tras haber sido cruelmente atacada por diversos flashes de cámaras réflex, no conseguí visualizar nada más que mi mano sobre un pomo que no iba a ceder si no colocaba una llave en su cerradura.
Pegué una patada a la puerta, mientras los periodistas y curiosos empezaban a apoyarse en mi espalda y a colocar peligrosamente micrófonos delante de mi cara, mi cuello y todo a mi alrededor, agobiándome más de lo que ya estaba.
Tenía la respiración agitada y mi corazón iba a estallar de un momento a otro. Estaba a punto de llorar, aunque había sido lo más ridículo que pudiera haber hecho en toda mi vida.
Mi cabeza empezó a palpitar insoportablemente, mientras oía los chillidos y los disparos de las cámaras fotográficas atacarme sin piedad.
Apreté todos y cada uno de los timbres del telefonillo, esperando a que alguno de mis vecinos tuviera la piedad de abrirme la puerta y dejarme volver a un lugar seguro, lejos de toda aquella locura que me envolvía.
No tardó ni un par de segundos en aparecer una cabeza de alguno de los periodistas por debajo de mi brazo, interrumpiendo con su grito la respuesta de mi vecina del primer piso acompañada del llanto de su bebé.
—¿Una sonrisa para la revista más leída de Francia? —pidió él, acercándome su cámara al rostro.
No entendía nada de lo que estaba ocurriendo, ni por qué la gente había empezado a torturarme de aquella forma si lo único que había hecho hasta aquel entonces era lanzar sal por encima de mi hombro, llevar una herradura de caballo en mi bolso y trabajar en los barrios bajos de París como costurera.
—¿Qué son esos gritos? —oí decir a mi vecina por tercera vez.
Me pegué al telefonillo para asegurarme de que me oyera.
—¡Por favor, abra la pu...!
—Hay un testigo que confirma que cada mañana viajabais juntos en el autobús, ¿tiene algo que decir al respecto? —me interrumpió otro periodista, provocando que mi única esperanza de salir de allí me colgara.
Iba a morir allí, lo tenía asumido. Nunca pensé en qué momento ni lugar lo habría hecho, pero, desde luego, no pensaba que mi último aliento sería en la entrada a mi pobre edificio de París una triste aunque soleada mañana de verano.
No podía permitirlo.
Con una fuerza de voluntad de la que jamás había hecho acopio, logré darme la vuelta y empecé a empujar a todo el que se encontraba en mi camino, cada cual más pesado e inamovible.
Fue entonces cuando oí la última pregunta:
—¿Qué puede decir de los rumores que la acusan de que ha conseguido un puesto como Selecta gracias a su relación sentimental con el dueño de Laboureche?