Cuarente-Narciso día 2
Cuando bajé del bus, eran cerca de las once de la noche. Me había tomado tres cafés en lo que llevábamos de tarde pues estaba segura de que no iba a aguantar despierta las seis horas que duraban las reuniones de los Selectos de lo contrario.
Lo único que deseaba en aquel momento era quitarme la ropa y meterme en la cama para disfrutar de un largo y reparador suelo que anhelaba desde el mismo momento en el que había pisado la calle tras salir del edificio neoclásico donde se encontraba la sede de Laboureche.
Gracias a Dios no me había cruzado ni una sola vez desde su salida del taller con Narcisse, lo que me había evitado un futuro ataque de ansiedad que no me apetecía sufrir. Sin embargo, el solo pensamiento de que me encontraba en el mismo lugar que él, a pocos metros de distancia y siempre dispuesta a cruzármelo por el camino, me estaba consumiendo más de lo que esperaba. De alguna forma, le temía.
Dispuesta a recorrer los setenta y siete pasos que había desde la parada hasta la puerta de mi edificio, empecé a andar, segura de que el viaje iba a hacerse mucho más largo que de costumbre, tan solo porque a penas era consciente de lo que ocurría a mi alrededor y mi único objetivo era, realmente, dormir doce horas sin que nada ni nadie me molestara.
Sin embargo y tras escuchar un sospechoso murmullo que provenía del final de la calle, logré alzar la cabeza, identificando pocos segundos después a un tumulto de gente cargada con cámaras y micrófonos que protegía la entrada a mi casa como si aquello fuera una cueva y todos ellos una manada de trolls.
Sin saber del todo qué hacer y poco dispuesta a soportar otra vez el acoso de aquellas personas sin respeto alguno por el espacio personal, me di la vuelta, analizando mis posibilidades desde la distancia.
Mi edificio no tenía entrada trasera, como era habitual en los antiguos bloques de pisos en París, así que era imposible conseguir llegar a mi casa sin tener que pasar entre la multitud de periodistas que protegían mi portal y sin ser identificada, porque estaba demasiado cansada como para pensar en algo efectivo para librarme de ellos.
¿Cómo habían sabido dónde vivía? Desde luego que yo no se lo había dicho a nadie y dudaba que quien se hubiera ido de la lengua lo conociera también, aunque ese, en aquel momento, era el menor de mis problemas.
De pronto, una vaga idea cruzó mi cabeza y, casi sin pensarlo, empecé a andar en la otra dirección, hacia el cruce de vías que me permitía girar a la derecha tan solo por no tener que pasar frente a los periodistas, los cuales, aburridos, se habían empezado a sentar en la acera, impidiendo mi paseo anónimo hacia mi nuevo destino.
Pronto volví a girar hacia la derecha, hacia la calle paralela a la mía y no dudé en dirigirme hacia el último de los edificios, el más refinado de, probablemente, toda la manzana. Tal vez debería de haberlo sospechado.
Apreté diversas veces el telefonillo del quinto y último piso sin bajar la guardia y, cuando oí un chasquido sin siquiera una sola pregunta, entré en el magnífico y lujoso vestíbulo que se convirtió de pronto en el mejor de mis refugios.
Me dirigí con rapidez hacia el ascensor, segura de que mi vecino iba a reírse de mí cuando le contara mis estupidos problemas, aunque realmente me daba igual. Yo tan solo quería llegar sana y salva a mi habitación.
Cuando llegué a la última planta, me apresuré a tocar el timbre que había frente a la gran puerta blanca, antes de oír un grito desde el interior de la casa que, probablemente, estaba dirigido a mí.
Esperé varios segundos a que la puerta se abriera, aunque no lo hizo. Impaciente, crucé mis manos al frente, oyendo un segundo chasquido, anunciándome que alguien se encontraba al otro lado, a pesar de que no tenía intenciones de abrir.
Estuve más de un minuto allí plantada antes de decidirme a tocar el timbre de nuevo, hasta que, al fin y muy lentamente, Bastien me abrió.
Llevaba un traje azul marino ajustado a las perfectas dimensiones de su cuerpo y el pelo engominado, con la raya al medio, como el día anterior.
Debía de haber llegado hacía poco, pues pocas veces le había visto con más de una prenda paseando por su apartamento, aunque la verdad era que, tanto vestido como prácticamente desnudo estaba igualmente impresionante.
—Marie Agathe Tailler —me saludó, sin más, levantando la barbilla antes de cruzarse de brazos.
Le devolví el saludo con una sonrisa, aunque que me hubiera llamado por mi nombre completo había sido bastante extraño.
—Necesito que me hagas un favor —solté, al fin.
Él levantó una ceja antes de girar la cabeza hacia el interior de la casa, como si estuviera ocurriendo algo allí completamente ajeno a mí.
De pronto, comprendí lo que estaba ocurriendo, por qué iba completamente vestido y por qué me había llamado de aquella forma.
—No estás solo, ¿verdad?
Él me miró de nuevo, negando con la cabeza.
—No —respondió con terquedad.
Tal vez no había sido una buena idea aparecer por allí, aunque, ¿qué sabía yo si iba a estar trabajando aquella misma noche?
—Lo siento —susurré, abochornada por la situación. Tal vez, después de todo, hubiera sido mejor atajar por el camino de periodistas.
Apreté los labios y levanté la barbilla a modo de despedida antes de darme la vuelta y apretar el botón del ascensor, ante la atenta mirada de Bastien, quien ni siquiera se mostraba incómodo por la situación.
—¿Quién es? —preguntó una voz masculina desde el interior de la casa, aunque bastante lejana como para que pudiera identificarla.
—Agathe Tailler —dijo Bastien con desinterés, devolviendo su mirada al interior del apartamento.
Oí unos pasos que me indicaban que alguien se acercaba a donde estaba mi vecino y yo no pude evitar darme la vuelta de nuevo.
—Pues dile que entre —dijo, con un tono de voz que denotaba obviedad, el que estaba oculto.