Cuarente-Narciso día 5
Como era de esperar, la entrada volvía a estar llena de periodistas dispuestos a todo para conseguir una exclusiva a mi costa.
Había estado rezando al menos una hora para que todo saliera bien y no estuviera a punto de morir aplastada como el día anterior y, justo antes de salir de casa, había lanzado sal por encima de mi hombro repetidas veces para que me ayudara a sobrellevar aquella porquería.
Me aseguré de que mi camisa blanca y satinada estuviera bien anudada justo por encima del cierre de mis pantalones violetas, los que nunca me había atrevido a sacar a la calle por mucho trabajo que me hubiera llevado confeccionarlos. Nunca había vestido mis prendas porque jamás había tenido la oportunidad, aunque, después de comprobar cómo vestían los Selectos y lo horrible que le parecía mi estilo conservador a Claudine, me había decidido por usar un color tan llamativo y tan... Maldito.
Un periodista me dio un golpe en la cabeza con su micrófono al intentar que su pregunta fuera la primera en ser respondida, aunque lo único que consiguió fue que me ocultara el rostro y la zona dolorida con ambas manos.
—¿Cómo llegó a casa anoche?
Avancé un paso, aunque, desde luego, aquello no era nada con todo lo que me quedaba por recorrer hasta la parada del autobús.
—¿Sigues acostándote con Narcisse ahora que ya has conseguido el trabajo? —preguntó una mujer, apartando al periodista que me había golpeado.
Tomé aire e intenté trazar un plan para huir, aunque, en el último momento, la falta de oxígeno me jugó una mala pasada y lo único que hice fue intentar echarme a correr, aunque, por supuesto, nadie me lo permitió.
Todavía ni siquiera había conseguido bajar el último escalón hacia mi entrada y ya me estaba rindiendo.
Sin embargo, oí el estridente sonido del claxon de algún coche y, cuando levanté la cabeza, el brillante Maserati azul que me había recogido el día anterior cegó por completo mis ganas de morir.
Narcisse había vuelto a por mí.
—¿Esto confirma su relación oficialmente? —gritó alguien, agarrándome del brazo.
Desde luego que no había sido una buena idea calzar tacones aquel día.
Haciendo acopio de mi poca valentía, empecé a empujar a la gente, evitando mirar sus caras e ignorando los diversos objetos que se colocaban frente a mi rostro hasta que, para mi infinita desgracia, alguien desde muy atrás alcanzó mi mano, impidiendo que avanzara, aunque la horda de periodistas siguiera haciéndolo, provocando que cayera casi al instante al suelo, siendo aquello la primera alegría matutina de todos los que cargaban con una cámara, que me apuntaron como si yo fuera Kim Kardashian y tuviera algo interesante que ofrecer.
Conseguí, con toda la vergüenza y horror del mundo, levantarme de nuevo, sin que nadie me ofreciera su maldita ayuda, antes de empezar a empujar de nuevo a todo el que se interpusiera en mi camino, evidentemente enfadada. Odiaba todo aquello y los odiaba todavía más a ellos.
Pese a que siguieran persiguiéndome, logré alcanzar el coche que había estacionado junto a la acera e intenté abrir la puerta del copiloto sin éxito, pues parecía bloqueada.
Sentí cómo la gente empezaba a apoyarse en mí, berreando todas las preguntas estúpidas que querían aclarar, mientras yo seguía intentando abrir la maldita puerta, aunque no parecía ceder.
Fue entonces cuando Narcisse Laboureche bajó la ventanilla para observarme desde el interior a través de sus caras gafas de sol, como si se jactara de mi incomodidad de una forma totalmente retorcida, casi tanto como lo era él.
—No pretenderás entrar en mi coche con esa mugre encima, ¿verdad? —dijo, aunque me costó entender a lo que se refería.
—¡Señor Laboureche! ¿Tiene alguna declaración sobre la relación amorosa que mantiene con la señorita Tailler? —gritó alguien, pegado a mi oreja.
No aparté la mirada de Narcisse en ningún momento, frunciendo el ceño, intentando entender qué narices le pasaba a aquel hombre.
Él me miró por encima de sus gafas y me señaló con la barbilla, como si aquello aclarara algo, aunque, por desgracia, le entendí.
Me sacudí el polvo que había en mis pantalones debido a mi horrible caída como pude, sintiendo cómo la gente iba engulléndome como si fueran zombies y yo el único ser vivo.
—¿Me puedes abrir de una vez? —dije, evidentemente molesta.
Mi jefe puso los ojos en blanco tras intentar ver si me había conseguido limpiar y, al fin, desbloqueó la puerta, permitiendo que entrara en su maldito coche de asientos de cuero sintético.
Mis atacantes fueron lo suficientemente sensatos como para no alargar su mano en el interior del vehículo, pues, de haber sido así, habría cerrado la puerta con todas mis fuerzas y alguien se habría quedado inválido por mi culpa.
Narcisse levantó la ventanilla y nos incorporamos a la carretera de una vez por todas, alejándonos de mi edificio.
—Como me hayas ensuciado el asiento, te pienso dar un trapo para que me lo dejes reluciente —me advirtió, sin mirarme siquiera.
Negué con la cabeza, sabiendo que aquella discusión jamás iba a terminar.
—Podrías haber abierto la puerta antes de que me aplastaran, ¿sabes? —le reprendí.
—No es mi estilo.
Puso el intermitente a la derecha para salir del bulevar, en dirección contraria a la que me había llevado el día anterior, pues íbamos a viajar hacia otro distrito, el mismo en el que se encontraba su empresa para la cual ahora yo trabajaba.
—No tenías que venir a buscarme si no querías —susurré, cuando pude tomar unas cuantas bocanadas de aire con completa tranquilidad.
Él, callado, puso de nuevo el intermitente para girar a la izquierda en la próxima intersección, colocando su mano en la caja de cambios, llamando mi atención.
Tenía una mano grande y masculina, de dedos largos aunque visiblemente fuertes, mucho más gruesos que los míos. Se marcaban sus venas azules por debajo de su piel tostada por el sol, que no desaparecían hasta prácticamente su muñeca, adornada por el más llamativo de los Rolex, de esfera celeste como el color de su americana.