Cuarente-Narciso día 9
Mi madre estaba sentada con las piernas cruzadas en el sofá grisáceo que ocupaba la mayor parte del salón de Bastien, justo al lado de un hombre que era exactamente igual que él.
—Marie Agathe, querida —me saludó, sonriente, como su yo no estuviera al corriente de lo que había estado haciendo toda la mañana.
—Mamá —respondí, atravesando la puerta justo después de mi vecino, evidentemente molesta.
Louis Auguste se levantó de su lado, masajeándose las sienes como si intentara aliviar el dolor de cabeza.
—Esto es una pesadilla. Nunca vuelvas a dejarme a solas con esta loca, Bast —gruñó, evidentemente enfadado.
Dejé delicadamente la bolsa negra sobre el sofá y me dirigí hacia donde estaba sentada mi madre, quien estaba incluso más cómoda que en mi casa.
—¿Se puede saber qué narices has hecho? —gruñí entre dientes, sentándome a su lado.
Bastien se apoyó en la mesa del comedor, a una distancia prudente aunque no suficiente como para no ver el odio reflejado en mi rostro.
—¿No querías llamar la atención? Pues ya lo he hecho yo por ti. Te he arreglado la vida, te van a pagar un montón de exclusivas solo por declarar que sales con ese hombre y además cumples tu sueño —me dijo, dándome una palmada en el hombro.
Hice un movimiento para zafarme de ella y me aparté un poco, contrariada. No iba a permitir que me tratase de aquella forma, ni en presencia de Bastien, ni de su hermano gemelo, ni de nadie. Era mi madre, no la representante de algún buscafama.
—Mi sueño era trabajar en Laboureche, no que me confundieran con la concubina de su dueño, mamá, no sé si notas la diferencia.
Ella se echó a reír, como si tuviera algo de gracioso.
—Solo quería ayudarte a ganar reconocimiento, aunque ya veo por qué no quieres que te relacionen con ese hombre...
Abrí mucho lis ojos cuando se giró hacia Bastien, sonriéndole con complicidad. No me lo podía creer.
Él, divertido, levantó las cejas, antes de mirarme a mí para comprobar mi reacción.
—Bastien es mi vecino. Y la persona que me ayudó a entrar en Laboureche —aseguré, viendo cómo todo el rastro de felicidad que había en el rostro de Bastien se esfumaba de repente, como si le hubiera molestado que le hubiera contado la verdad.
—Y el copropietario de la empresa rival para la que trabaja su hija, señora —dijo alzando la voz Auguste, cínico su mi madre, a sus cincuenta y tres años, fuera sorda.
Me enderecé. La verdad era que estaba muy incómoda y no tan solo porque tuviera que explicarle mi vida a aquella mujer con la que yo no mantenía ningún tipo de relación, sino porque tenía que hacerlo también delante de mi vecino y su hermano allí presente, sin intervenir prácticamente para nada en nuestra discusión.
—¿Rival? ¡Pero si eso da más emoción al tema! Como la historia de amor entre un soldado nazi y una judía encarcelada, venden más los bandos opuestos que...
—¡Mamá, por Dios! Déjalo y vámonos a mi casa a terminar con esta discusión. No puedo soportarte ni un minuto más.
Ella volvió a reírse, dirigiéndose de nuevo hacia Bastien.
—¿Me interrumpes porque no quieres que tu novio sepa lo que sientes por él?
Mi vecino se levantó, mucho más afectado que yo, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada, realmente en tensión. Tenía la ligera sensación de que iba a agarrar a mi madre por el pescuezo e iba a lanzarla por la ventana sin ningún tipo de remordimiento.
Sin embargo, no la tocó. Fue directamente hacia la puerta de la entrada, la cual abrió con violencia, señalando dramáticamente el exterior.
Fue entonces cuando a Auguste se le escapó una carcajada que no pasó inadvertida para mi madre, quien parecía querer unirse al buen humor del gemelo Dumont.
—Fuera. Ya —dijo, muy firme, mi vecino. Tenía un tono de voz autoritario bastante creíble y probablemente nadie en su sano juicio se hubiera atrevido a contradecirle, exceptuando, por supuesto, a mi madre.
—Oh, querido, no vas a echar así a tu suegra.
Esta vez fui yo la que se levantó, roja de la vergüenza y de la rabia que me producía seguir escuchando las tonterías que salían de la boca de mi madre.
Me dirigí hacia la puerta, confiando en que ella me siguiera, sin darme ni siquiera la vuelta.
Sin embargo, cuando estuve a punto de bajar el primer escalón, un silbudo me llamó la atención, deteniendo mi huida.
—Que se vaya ya, señora, nadie la quiere aquí —le dijo Louis Auguste en un tono aburrido a la horrible persona que era mi madre, quien, por supuesto, se había quedado plantada en el sofá.
Bastien, quien me había llamado, se acercó a mí, dejando su portal desprotegido.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Lo estaba hasta que esa maldita loca volvió a mi vida —respondí, sin atreverme a mirarle. Sentía tanta vergüenza en aquel momento que superaba todas mis ganas de mirar aquellos ojos azules tan intensos.
Él suspiró.
—Sabes que la estaba gritando a ella, ¿verdad? Siento haberte gritado —murmuró.
Fruncí el ceño ligeramente, haciendo un amago por levantar la cabeza. No creería de verdad que estaba enfadada porque hubiera alzado la voz, ¿a que no?
—Lo sé, no tienes que sentir nada —dije, conectando mi mirada con la suya.
Parecía verdaderamente preocupado, como si el hecho de haber oído su tono autoritario fuera a crearme un trauma, cuando lo único y verdaderamente traumático era que mi madre, a quien él no había visto en su vida, estuviera sentada todavía en su sofá como si fuera su propia casa.
—De todas formas, yo jamás te gritaría —aseguró, bajando mucho la voz, hasta el punto en el que hasta a mí, que estaba a su lado, me costó comprender lo que había dicho.
Sonreí ligeramente, sintiendo mis mejillas arder.
—¡Que que sí, que ya me voy! —chilló mi madre desde el interior de la casa, como siempre, llamando la atención.
—¡Pero no me toque, señora! —le reprendió Auguste, realmente afectado.