Cuarente-Narciso día 10
Cuando me levanté, efectivamente, mi madre ya no estaba en mi casa.
El salón estaba recogido y la manta estaba doblada sobre el sofá y lo único que despuntaba de mi orden habitual era un papel doblado sobre la tela grisácea, aunque ni siquiera quise prestarle atención.
Los periodistas, para variar, estaban aglomerados en mi puerta, pero conseguí deshacerme de ellos con la cabeza gacha y sin esperar a que nadie me rescatara, pues ni Narcisse ni su Maserati se encontraban por allí, por mucho que la mujer que me había golpeado con el micrófono repetidas veces me preguntara por él.
Anduve los setenta y siete pasos que había desde mi portal hasta la parada del bus, donde una señora cargada con siete baguettes me observaba como si me conociera de toda la vida, provocando que suspirara antes de dejarme caer sobre el asiento que había justo detrás de mí.
Por suerte, nadie me había seguido hasta allí, tal vez porque no conocían mi destino, y, desde luego, era mucho mejor así.
—Tú eres la chica de la televisión, ¿no? —me preguntó la señora, siseando porque le faltaban dos dientes.
Sonreí forzadamente antes de girarme hacia ella, intentando fingir indiferencia.
—¿La chica de la televisión? —repetí, como si no supiera de qué estaba hablando.
Tal vez cabía la posibilidad de que me hubiera confundido con otra persona y que no supiera que yo era la séptima Selecta de Laboureche, aunque, desde luego, eso era de lo único sobre mí que no se especulaba.
—Sí... La pareja del heredero de la ropa... Laboureche —aclaró, analizando todas las facciones de mi rostro en busca de respuestas.
—No, yo no salgo con Narcisse Laboureche —dije, segura de mis palabras.
La mujer me observó como si estuviera tratando de engañarla, aunque acababa de decirle la verdad.
—Pues te pareces mucho —murmuró, dándose por vencida.
El autobús aparcó frente a nosotras y ambas nos levantamos para subir al vehículo. Era la primera vez que lo hacía desde que había sido aceptada en Laboureche y ni siquiera sabía cuál era mi parada, aunque confiaba en que, cuando llegara el momento, supiera dónde bajar.
—Buenos días —le dije al conductor en voz baja a la vez que pasaba mi tarjeta por la máquina que había justo frente a él.
—Cuánto tiempo —rio, aunque solo hacía tres días que no nos veíamos. Tal vez se había acostumbrado a verme cada mañana.
Desde luego fue un alivio no encontrarme con una mirada juzgadora por primera vez, así que me limité a sonreír yo también antes de buscar un sitio libre con la mirada, encontrándolo junto a un chico joven vestido de uniforme, quien había colocado su mochila en el asiento a su izquierda.
Me acerqué a él y le sonreí, esperando a que pillara la indirecta, aunque él tan solo se me quedó mirando con el ceño fruncido y algo confundido, tal vez por la expresión de mi rostro.
—¿Puedo sentarme?
Él se encogió de hombros y apartó la mochila, justo antes de que el autobús se pusiera en marcha de nuevo, evitándome una embarazosa caída.
Cogí mi móvil y conecté los auriculares para evitar pensar en que los que estaban a mi alrededor tenían la mirada fija en mí, como si, de repente, hubiera pasado de ser alguien completamente irrelevante a merecer su atención.
Un par de paradas tras la mía, el chico se bajó del autobús, no sin antes sacar su IPhone para echarme una foto, como si yo no fuera a darme cuenta.
Allí mismo y como si el destino quisiera reírse de mí, un hombre vestido con un traje impoluto y de apariencia casi divina, fue la única persona en subir y también por ello el único que podía ocupar el sitio vacío a mi lado.
—Pero qué sorpresa, señorita Tailler —bufó cuando llegó a mi altura.
Me negué a mirarlo, al contrario de lo que hacían los demás, todos y cada uno de ellos girados hacia Narcisse, observándolo como si fuera una celebridad.
Él cogió el pañuelo que adornaba su americana para poder limpiar la barra que había a su izquierda, donde poder agarrarse y evitar la caída que los acelerones del conductor provocaban.
—Bienvenido al palacio de los gérmenes —dije, recordándole sus propias palabras, sin dignarme a moverme ni un poco para que pudiera ocupar aquel puesto vacío.
Vi cómo tensaba su mandíbula, aunque mantuvo la boca cerrada. Por alguna razón, estaba evitando responderme, aunque estaba segura de que aquello era lo único que deseaba en aquellos instantes.
—¿Ocurre algo, Narcisse? —pregunté, elevando mi mirada hacia él, aunque había girado la cabeza hacia el frente.
Parecía cabreado, por cómo se marcaba la vena de su cuello y cómo se notaba la tensión en su marcada mandíbula, dejando de lado que ni siquiera me estaba mirando.
—Señor Laboureche para usted —me corrigió, como si le hubiera supuesto un problema.
Bufé, completamente hastiada de su comportamiento infantil y cedí, ocupando el asiento que había a mi lado, dejando el mío libre. ¿Qué narices le pasaba?
Él se sentó, aunque no parecía muy convencido.
—¿Puedo hacerme un selfie contigo? —preguntó una chica desde el asiento trasero, asomando la cabeza entre nuestros hombros.
Yo casi pegué un salto por el susto que me llevé, pero Narcisse, en cambio, se mantuvo impasible, cogió el móvil que la chica le ofrecía y sonrió falsamente antes de sacarse una foto con ella, como si fuera a lo que se dedicara a diario.
Ni siquiera intenté decir nada, tan solo observé en silencio cómo la vena del cuello se iba hinchando más y más hasta el punto en el que creí que iba a explotar.
—Me da igual que salgas con Louis —soltó, de repente, dignándose a mirarme de una vez—. Lo que me fastidia es que, después de que tu madre afirmara que tú y yo éramos la pareja del mes, te fueras a besuquearlo a la entrada de mi propio edificio. Si el que os hubiera visto no hubiera sido yo, sino un periodista, hoy mismo tendrías a los medios metidos hasta en tu cocina.