Cuarente-Narciso día 11
Ya era demasiado tarde cuando me di cuenta de que no llevaba el vestido de Reese O'Shaughnessy conmigo y no tenía ni la más mínima idea de dónde lo había dejado.
Estaba a punto de cruzar las puertas de cristal del taller, con el corazón demasiado acelerado para pensar con claridad y las piernas temblorosas, esperando a ser asesinada por Claudine con sus finas y elegantes manos.
No podía negar que me había llevado el vestido, pues le había estado insistiendo casi toda la tarde, aunque no sabía si era mejor mentir y sentirme mal toda la vida o decir la verdad y morir allí mismo.
Era extraño, porque recordaba perfectamente cómo había sacado la bolsa negra del taller hasta el coche de Bastien y también cómo lo subí a su apartamento, aunque, después de aquello, mi mente estaba completamente en blanco y no podía decir con exactitud dónde narices había dejado lo más importante de mi vida en aquel momento. Quedaba menos de un día para que la socialité lo vistiera y ni siquiera habían cosido las perlas todavía porque yo lo había perdido.
—Marie Agathe, buenos días —saludó Claudine, levantando la mirada de su periódico cuando me vio entrar, tímida, en la sala de reuniones.
Jean-Jacques, desde el taller, me alzó una mano, sonriente, provocando que sus mejillas regordetas ocultaran parcialmente sus ojos, siendo mi única distracción en aquel instante.
—Buenos días, Claudine —murmuré.
Ella deslizó sus gafas de pasta por su nariz para poder mirarme por encima de ellas.
—¿Dónde está el vestido? —preguntó, muy seria, bajando el periódico para centrar toda su atención en mí.
Los Selectos, uno a uno, se acercaron a mí, sorprendidos por la pregunta de la jefa.
Yo bajé la cabeza, avergonzada. ¿Cómo iba a decir que lo había perdido? Iba a parecer la más estúpida del mundo, a parte de inútil, porque, claro, mi única responsabilidad era devolver el vestido donde estaba el día anterior y, sinceramente, no podía acordarme de dónde lo había dejado tirado.
Oí la puerta abrirse detrás de mí y me preparé para oír algún que otro grito por parte de Narcisse, porque ya tenía la excusa perfecta para sacarme de su vista.
—Perdón, estaba aparcando —dijo una voz a mis espaldas, indudablemente perteneciente a mi vecino.
Abrí tanto los ojos que podrían haberse salido de sus órbitas en cualquier momento.
Giré la cabeza lentamente hacia él. Vestía unos pantalones caqui ajustados a sus musculosas piernas y una camisa blanca que dejaba apreciar lo anchos que tenía los hombros y sostenía entre sus manos una bolsa negra que no dudó en ofrecerme con el rostro muy serio.
No me había dado cuenta de que había estado aguantando la respiración hasta que solté todo el aire acumulado en mis pulmones de golpe.
Sentí un alivio instantáneo, como si todas mis preocupaciones se hubieran esfumado, y yo tan solo tenía ganas de lanzarme a sus brazos y gritar de la emoción.
—Gracias, gracias, gracias le —le susurré, al borde del colapso.
Bastien me sonrió, cómplice.
—Disimula, que parecerá que lo habías perdido.
Cogí la bolsa con gratitud e intenté borrar parte de mi amplia sonrisa cuando me giré para encarar a los Selectos.
Dejé el vestido sobre la mesa y Claudine se acercó para recogerlo, no sin dejar de observarme como si no se fiara de mí.
—¿Has hecho lis arreglos que me prometiste? —preguntó, con una ceja levantada.
—Los ha hecho mi hermano —me susurró Bastien al oído.
Sentí una corriente recorrer mi cuerpo cuando sentí su cálido aliento acariciar mi piel.
Sonreí, porque no sabía cómo actuar.
—¿Señorita Tailler? —insistió mi jefa, esperando una respuesta.
Me limité a asentir, a la vez que Jean-Jacques recogía el vestido y se lo llevaba a su puesto de trabajo, seguido por Philippa, quien le ayudó a sacarlo de la bolsa y a colocarlo sobre el maniquí, dejando ver la perfecta caída de la falda, simétrica y voluminosa, y casi dejé mostrar mi sorpresa ante mis compañeros, hasta que recordé que aquello, en teoría, lo había hecho yo.
Giré hacia Bastien y le sonreí en agradecimiento. Estaba pletórica.
—Vaya, esto es impresionante después de ver cómo lo dejamos ayer —murmuró Jon, dando la vuelta al maniquí, observando con interés mis supuestos arreglos.
Y la verdad es que lo era, pues en una noche, Louis Auguste Dumont había conseguido arreglar algo que ninguno de los siete había conseguido en una jornada entera de trabajo.
Claudine observó el vestido, casi tan sorprendida como yo, antes de asentir con aprobación y girarse de nuevo hacia mí.
—Buen trabajo, Selecta —dijo, aunque inmediatamente desvió la mirada hacia Bastien—. Ya puedes irte, Louis.
Mi vecino se cruzó de brazos.
—¿No me quieres en tu taller, madrina?
Ella negó con la cabeza, como si fuera evidente.
—No te olvides de que eres la competencia —le recriminó.
Me giré hacia él y pude ver cómo se mordía el labio inferior, tal vez evitando hacer declaraciones sobre lo que realmente había ocurrido.
La puerta se abrió de nuevo, aunque esta vez fueron las siete costureras las que entraron, evitando cruzar miradas con los que estábamos más cerca de la puerta, cada una sosteniendo su cofre de perlas, listas para coserlas al vestido beige.
—No creo que Aggie piense lo mismo —rio Bastien, como si nada.
Claudine alzó las cejas a la vez que desviaba la mirada hacia mí, ligeramente divertida. Oh, dios mío, lo que me faltaba.
Carraspeé, poco dispuesta a seguir dando explicaciones después del numerito que había formado mi madre aireando que la relación que manteníamos Narcisse y yo era amorosa y no simplemente profesional gracias a que esa misma mujer que tenía enfrente fuera la primera en declararlo.
—Gracias, Bastien —dije, al fin, incapaz de seguir con aquello.
—Arreando que es gerundio —interrumpió Claudine, señalando la puerta—. No es algo personal, querido, pero es que ni siquiera Narcisse debería de ver este vestido. Vete, Louis.