Querido jefe Narciso

Capítulo cuarenta y tres

Cuarente-Narciso día 13

—Tía Claud, he desbancado al imbécil de Guste Dumont y ahora soy el soltero más codiciado de la ciudad —gritó Narcisse Laboureche, entrando con violencia en la sala de reuniones de los Selectos.

Eran las siete y cuarto de la mañana y yo no había podido conciliar el sueño en toda la noche. Nunca me había sentido tan decepcionada en toda mi vida con algo que yo misma me había creado en mi cabeza y el solo hecho de pensar en lo que había ocurrido hacía menos de diez horas en el balcón me estaba provocando ansiedad.

Dentro de la calurosa ducha que había tomado a las cuatro de la madrugada mis lágrimas se habían confundido con las gotas de agua que se deslizaban por mi cuerpo con la misma lentitud con la que sentía latir mi corazón, como si le costara seguir en marcha después de que, de alguna forma, aquella situación que había visto lo rompiera.

Pero era ridículo, porque yo no estaba segura de tener sentimientos hacia Bastien. Aunque, por alguna razón, lo había visto hacer aquello millares de veces y, justamente aquel día, fue el único en el que me importó.

Tenía que distraerme con algo y por mi mente tan solo pasaban imágenes de telas de colores, hilos y alfileres, lo único que podía entretenerme para dejar de pensar en que mi vecino, por quien acababa de descubrir que sentía cierta simpatía, casi se había acostado con una chica en mi presencia.

Desde luego, lo que necesitaba cuando algo me preocupaba, era diseñar y confeccionar. Siempre lo había hecho, por gusto y por la sensación de liberación que sentía al centrarme en el constante sonido de la máquina de coser, así que lo único que me quedaba en aquel momento era ponerme a trabajar.

—Lo siento —dije, saliendo de mi escondite, tras la máquina que había sobre mi mesa en el taller.

No había nadie más en aquella sala. Ni Claudine ni los Selectos habían hecho acto de presencia desde que me encontraba allí, porque realmente nadie en su sano juicio decidía empezar su horario laboral a las cinco de la mañana, momento en el que yo me había presentado frente al vigilante de seguridad, excepto, por lo visto, Narcisse Laboureche.

—¿Qué haces aquí? —me me preguntó, con el ceño fruncido, doblando el periódico que se traía entre manos para dejarlo sobre la mesa.

Dobló ligeramente una de sus rodillas, apoyando todo su peso en el lado contrario, como una verdadera estatua de la antigua Grecia.

Sentí un fuerte pinchazo en el dedo y me di cuenta de que la máquina seguía encendida, así como la aguja ahora me había atravesado por completo el dedo, incluyendo mi pobre uña sin esmalte.

Intenté fingir que no había pasado nada, actuando rápido para apartar mi dedo de su visión y colocarlo tras mi espalda, pese a que sentía cómo palpitaba dolorosamente sin yo poder hacer nada.

—No podía dormir —confesé, aunque a él no le importaba lo más mínimo.

Narcisse dejó su periódico atrás, como si ya no quisiera prestarle atención, aunque hubiera sido la razón por la cual había entrado en el taller.

—Pensaba que eras Claudine. Siempre se adelanta a los demás y estaba seguro de que tenía noticias interesantes. No me he acostado pensando en lo que pasaría esta mañana —expuso, aunque yo no le hubiera preguntado nada.

Apreté los labios, intentando evitar pensar en que me estaba empezando a marear.

—¿Qué estabas haciendo, a parte de llorar? —preguntó con falso interés, apoyando el trasero en el respaldo de una de las sillas.

Fruncí el ceño ligeramente, sin entender cómo había llegado a aquella conclusión, cuando ni siquiera tenía razón. No había derramado una lágrima desde la madrugada y algo tan banal no lo merecía.

—No estaba llorando —aseguré, haciendo caso omiso de su pregunta.

Él negó con la cabeza, enfatizándolo con un chasquido continuo de su lengua, acercándose a mí mientras lo hacía. No se detuvo hasta quedar frente a mi mesa, donde se apoyó para dramatizar todavía más sus palabras.

—Pero si tu novio ni siquiera está en el top diez.

Intenté apartarme ligeramente, echando mi taburete hacia atrás, tratando de comprender por qué era tan importante para él hacerme saber aquella inútil información.

—Bastien no es mi novio —aclaré, tal vez con demasiada firmeza.

Fue entonces cuando Narcisse sonrió, tal vez por segunda vez desde que le conocía.

—Ya, pero te gustaría —se burló.

Sentí la palma de mi mano mojada por un instante y ni siquiera tuve que mirar para saber que mi dedo había empezado a sangrar. Mi prioridad debía ser desinfectarme la herida y sacarme la aguja, que seguía incrustada en la uña por un lado y sobresalía de la yema por el otro. Era increíblemente doloroso y, aunque no era la primera vez que ocurría, sí que lo era con una aguja tan gruesa.

—¿Acaso te importan mis gustos ahora? —pregunté, intentando mirarle a los ojos sin caerme hacia atrás por culpa del creciente mareo.

Él levantó una ceja, casi desafiándome.

—Tú no eres relevante. Lo que sí creo es que mi empresa ha sido la mejor desde el siglo XIX, libre de escándalos y críticas, y no voy a permitir que una de mis diseñadoras salga con mi rival más directo por un mero capricho y que la imagen de Laboureche se venga abajo por ello —gruñó.

Desde luego que estaba harta de Narcisse. Era la única persona en todo el mundo a la que prefería no soportar ni un segundo más en toda mi vida. Incluso preferiría tener a mi madre rondando la casa de mi vecino como si fuera la suya propia antes de seguir manteniendo conversaciones de aquel tipo con mi jefe.

De pronto, dejé de sentir mi dedo, tal vez porque el dolor ya era demasiado intenso y el hecho de que la intensidad del pálpito hubiera aumentado se estaba haciendo insoportable.

Debí de hacer una mueca extraña con el rostro, porque Narcisse cambió su expresión facial, bajando la mirada hacia mi brazo escondido antes de rodear mi mesa para agarrarme de la muñeca y descubrir mi dedo ensangrentado y malherido.




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