Cuarente-Narciso día 15
La calle era oscura, fría y solitaria.
Aunque estuviéramos en agosto, la lluvia se había apoderado del silencio y podían oírse las gotas de agua caer sobre el ya mojado suelo como si fueran canicas, sin respetar el sonido sepulcral que aquella noche había pretendido dominar las calles de París.
Mi rostro estaba también húmedo, por culpa de las lágrimas que brotaban de mis ojos. Eran fruto de la impotencia, el dolor y la rabia que sentía por culpa de la única persona que hubiera disfrutado de verlas. Parecía querer alimentarse de mi desgracia, como si le gustara verme dolida y temblorosa.
Narcisse Laboureche era un monstruo.
Estaba apoyada en una de las gruesas columnas que aguantaban el porche de la entrada del edificio en el que trabajaba, con las rodillas en alto, observando cómo las gotas de agua creaban charcos en la acera, impidiéndome avanzar hacia la parada de autobús, a doscientos sesenta y tres pasos de donde me encontraba, imposibles de recorrer sin acabar empapada.
Narcisse no había salido todavía del edificio, aunque yo tampoco quería que lo hiciera. No sabía lo que había pretendido hacer quitándome lo único que me pertenecía de verdad, cuando él ya era el dueño de todo lo que deseaba. Realmente tenía ganas de volver a por él y enfrentarle para que me devolviera mis cosas, aunque ni siquiera tenía valor para levantar la mirada en aquel instante.
La niña estúpida, manipulable y demasiado inocente para sobrevivir a gente como él que había creído dejar atrás en Lyon, había vuelto a apoderarse de mí ahora que ya no tenía nada que me protegiera.
Mi suerte se había esfumado y mis ganas de tenerla también. Ojalá hubiera sido martes trece, tan solo para poder echarle la culpa a aquel día maldito, pero no pude, porque era miércoles y ni siquiera un día impar, así que lo único a lo que podía culpar de lo que había pasado era a mí misma y al odioso de mi jefe.
Me froté un ojo, agotada. Eran cerca de las diez de la noche y la tormenta no había cesado, aunque tampoco parecía que iba a hacerlo. Me habría gustado estar en mi casa, arropada entre mis sábanas, pero Narcisse se había quedado todas mis llaves y yo no tenía a dónde ir.
Se me había pasado por la cabeza ir hasta mi edificio a esperar que mi vecina del segundo estuviera dispuesta a abrirme la puerta, aunque dudaba que fuera a hacerme algún tipo de favor.
El primer vehículo que vi pasar desde que me había sentado proyectó el gran charco que se había formado en la carretera sobre el impoluto Maserati de Narcisse Laboureche, aparcado en la entrada y ahora aún más empapado que antes.
Sonreí, por primera vez en bastante tiempo, viendo cómo el coche negro, de ventanas polarizadas, se paraba unos metros más allá, en medio de la calle, aunque realmente no hubiera nada que le obligara a hacerlo.
De pronto, encendió las luces largas, que consiguieron deslumbrarme durante varios segundos, hasta que logré acostumbrarme.
—¿Marie Agathe Tailler? —gritó alguien, asomando la cabeza por una de las ventanas traseras de la limusina.
Confusa por haber escuchado mi nombre, intenté identificar quién lo había pronunciado, aunque tan solo pude distinguir la figura de un hombre blanco y cabello oscuro, el cual no sabía siquiera si me estaba mirando a mí.
—¿Marie Agathe? —insistió el desconocido y, aunque el conductor había cambiado las luces a las de corto alcance, seguí sin poder identificarlo.
Sin saber qué más hacer, me levanté, echando una ojeada al interior del edificio para comprobar que nadie se encontraba allí y, cuando me aseguré, bajé rápidamente la escalinata hasta la calle, avanzando hacia el coche negro, cuya puerta trasera estaba abierta, esperándome.
La intensa lluvia estaba empapándome y empezaba a sentir el frío de las gotas de agua atravesar mi camisa blanca, así que dudé demasiado poco tiempo en subirme a la limusina, sin siquiera pensar en que podía tratarse de un secuestrador.
A mi lado, sentado con las piernas cruzadas y una mirada inquisitiva, se encontraba el segundo soltero más codiciado de Francia, con un traje negro que que sentaba como un guante y el pelo engominado con la raya a un lado, la cual, desde luego, le hacía parecer exactamente igual que su hermano.
—¿Señor Dumont? —preguntó, confusa, arropada en el cálido ambiente del interior del vehículo.
Él asintió con la cabeza con seriedad, antes de dirigirse al conductor, de cabeza rapada y gafas de pasta, quien no se había girado hacia mí en ningún momento.
—A casa de mi hermano —ordenó Louis Auguste, antes de devolver su mirada a mi rostro.
—Gracias —murmuré, sin saber qué más añadir. Nunca había tenido una conversación a solas con él y tampoco parecía demasiado hablador.
Le vi estirar el brazo para alcanzar una revista que había en uno de los asientos laterales y la abrió por una página en concreto, doblada en su parte superior para señalar su importancia.
Lanzó la Modern Couture en el asiento que había entre ambos y me observó, expectante, esperando a que lo leyera.
Había una imagen de Reese O'Shaughnessy enfundada en su vestido de perlas y sonriendo a cámara bajo el titular de "el mejor corte de vestido desde el traje de novia de Kate Middleton".
—Obra de los impecables Selectos de Laboureche —dijo con impasibilidad, aunque tal vez lo había dicho con cierta molestia.
—Muchas gracias por tu ayuda, Louis Auguste, pero no podía decirle a Claudine que había perdido el vestido y que su mayor rival había tenido que intervenir en los arreglos —me excusé, devolviendo de nuevo la mirada al gemelo de mi vecino.
Me pasé una mano por ambas mejillas, eliminando los restos de lágrimas que podía haber en ellas, aunque ya se habían confundido con las gotas de lluvia que también habían encrespado mi rebelde cabello.
Observé de reojo al dueño de Louis XIX, quien mantenía una postura recta y algo tensa, como si se obligara a sí mismo a mantener firmeza. Su rostro, de perfil, era exactamente igual que el de su hermano y estaba segura de que no podría haberlo distinguido de Bastien si no supiera que tenía un gemelo, lo cual ya me había ocurrido. Sin embargo, su sola presencia era completamente contraria a mi vecino, y no solo por su forma de sentarse, sino también por cómo pronunciaba las palabras, como si supiera exactamente cómo iba a reaccionar.