Querido jefe Narciso

Capítulo cuarenta y siete

Cuarente-Narciso día 16 (2/3)

—Mierda —oí decir a Narcisse Laboureche antes de que yo levantara la cabeza.

Me quité uno de los auriculares que se mantenían conectados a mi teléfono móvil, que reproducía una canción lenta y no lo suficientemente ruidosa como para ocultar el grave sonido de la voz de mi jefe.

Yo, como de costumbre, estaba sentada junto a la ventana, observando melancólica las calles que el autobús dejaba atrás, así como a todos los coches y sus pasajeros, sabiendo que podía ver lo que hacía cada uno de ellos sin que advirtieran mi indiscreción.

Cuando me digné a mirar a mi jefe, comprobé que su ceño estaba fruncido como de costumbre, evidentemente molesto por el hecho de que volviera a compartir autobús, aunque ese era mi único medio de transporte y él lo sabía antes de subirse.

Sin intentar fingir ni un segundo que no le profesaba un odio profundo, puse el bolso en el asiento vacío que había a mi lado. Se había acabado el seguirle el juego. Si quería molestar a alguien, que se descargara Tinder y me dejara a mí en paz.

Él tardó unos segundos en reaccionar, aunque, claro estaba, no se iba a dar por vencido. El hombre más poderoso de Francia ni podía permitirse que le trataran como a alguien cualquiera.

Cogió mi bolso, me lo volvió a poner sobre las piernas y, acto seguido, se sentó justo allí, a mi lado. No se giró hacia mí, aunque yo estaba deseando que lo hiciera.

—Te quedaste mis llaves —le dije en un tono solemne, intentando demostrarle mu enfado. No podía seguir aparentando debilidad, porque él se llevaba aprovechando de aquello desde el primer momento en el que le conocí. Si sabía que había estado la noche anterior por su culpa, habría alimentado su ego con mi dolor por hacerle creer que su horrible opinión me importaba.

—Y y tú no viniste a por ellas —reprendió, totalmente serio, mirando al frente.

Aquella mañana todo había sido diferente. No había lanzado sal por encima de mi hombro, me había levantado por el lado derecho de la cama para apoyar primero mi pie izquierdo y, desde luego, había chillado cada vez que lanzaba uno de mis amuletos al suelo, provocando que se rompieran como lo habían hecho mi colgante y mi corazón. Todo aquello tan solo me había aportado desgracias y había tardado en darme cuenta, solo por no pensar en mí misma y echarle la culpa a la mala suerte en lugar de a quien realmente debería de haberlo hecho, que era, sin lugar a dudas, el hombre a mi derecha.

—Te agradecería que me las devolvieras —murmuré, mirando de nuevo por la ventana.

Fue entonces cuando le noté incorporarse, girándose hacia mí por primera vez.

Una señora mayor se fue acercando desde uno de los primeros asientos hasta donde nos encontrábamos Narcisse y yo, sacando su móvil de última generación para ofrecérselo a mi acompañante, que terminó por aceptarlo.

—¿Podría hacerme una foto contigo, jovencito? Mi nieta va a echar humo por las orejas cuando la vea —preguntó la anciana, sonriente.

Mi jefe bufó, realmente fastidiado, aunque alargó el brazo, observando la cámara delantera del IPhone de la viejita con una de sus intensas aunque indiferentes miradas, como si a aquella mujer le importara demasiado que seduciera a su teléfono.

Le devolvió el smartphone poco después, antes de volver a girarse hacia mí, como si tuviera algo que contarme. Yo no quería saber nada de él.

—Es la última vez que me subo a un palacio de gérmenes como este. He tenido que tocar más de cinco teléfonos de extraños en una hora para hacerme una foto para sus fondos de pantalla y, la verdad, puedo haber contraído siete enfermedades con eso. Me da igual lo que diga mi publicista, querría verlo yo en este lugar asqueroso —susurró de tal forma que pude escucharle, aunque no estaba segura de que aquello fuera para mí. Acto seguido, sacó del interior del bolsillo de su americana un pequeño bote de desinfectante de manos y lo roció sobre sus largos dedos, siendo tan escrupuloso como siempre había demostrado.

—¿Por qué le haces caso si no quieres? —pregunté, confusa.

Él levantó una ceja y pude verlo porque yo también me había girado hacia él. Realmente creía que todo seguía igual que antes de arrancarme el colgante, como si se le hubiera olvidado o no le carcomieran los remordimientos. Parecía que no tenía sentimientos, ni buenos ni malos. Simplemente no tenía.

—Porque él sabe lo que le conviene a la empresa y me fío de su palabra cuando me obliga a subirme al transporte público para mejorar mi imagen.

¿Acaso alguien han cabezota como lo era él podía ser controlado por otra persona?

—Sigo sin entenderlo. Parece que siempre haces todo lo que te da la gana —solté, devolviendo mi mirada a las ajetreadas calles de París.

—No puedo hacer lo que me apetezca porque es mi padre quien me controla.

Sentí cierto amargor en su tono de voz, como si no le gustara confesar aquel pequeño detalle que, de pronto, llamó mi atención.

—¿Tu publicista es César Laboureche? —reí, sin poder creérmelo.

Él frunció el ceño otra vez, ofendido, antes de ajustarse la corbata que Jon Jung le había confeccionado. Apreté los labios cuando le di cuenta, aunque no muy segura de por qué, ya que no pretendía mostrarle ninguna emoción al hombre de hielo. No se lo merecía.

—Por desgracia. Si no hago todo lo que me diga, va a ocupar mi puesto, el cual, de hecho, es a él a quien pertenece la escritura de la empresa —murmuró.

Aquello dejaba bastante que desear. No solo porque Narcisse era una de las personas más horribles con las que me había relacionado y todos y cada uno de sus actos lo demostraban, sino porque, además de hacer un mal trabajo como padre al educar a alguien así, también lo hacía de publicista. Mi jefe no necesitaba ir en autobús para mejorar su imagen si de lo único que se hablaba era de cómo yo me había arrodillado ante él, y no para mostrarle mi lealtad precisamente.




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