Querido jefe Narciso

Capítulo cuarenta y ocho

Cuarente-Narciso día 16 (3/3)

Jon Jung me cogió la mano delicadamente y observó mi dedo vendado con la cabeza ligeramente ladeada. No parecía muy conforme con la forma en la que me había vendado el dedo, aunque mostraba real interés en la herida que se escondía bajo las gasas.

—Tienes el dedo bastante hinchado. ¿Te lo han curado en el hospital? —me preguntó, sin mirarme a la cara siquiera.

Negué con la cabeza.

—Me olvidé. Esta mañana he tenido que improvisar con lo que tenía en casa.

Él frunció los labios y dejó caer mi mano suavemente, sin ninguna maldad.

—Claudine te va a matar cuando vea esa chapuza —se burló, levantando una ceja, desafiante.

Era extraña la forma en la que, de pronto, parecía haber querido intentar acercarse a mí. Tal vez era porque éramos los únicos que no encajábamos entre los demás Selectos, aunque, fuera como fuese, su presencia tampoco era desagradable.

Michele, frente a nosotros, observaba con atención a Jon, sonrió, aunque sin decir nada.

—¡Buenos días! —gritó Claudine, dejando su bolso sobre la mesa y colocándose las gafas de sol sobre la  cabeza.

Philippa se colocó frente a ella, sin permitir que avanzara hacia nosotros ni un paso más.

—El señor Gallagher ha llamado a recepción hará cosa de veinte minutos pidiendo una exclusiva sobre nuestro trabajo para su revista Modern Couture, señora Laboureche —le informó, impasible.

Ella asintió, sin darme demasiada importancia, y se dirigió hacia Jean-Jacques para besar su mejilla antes de hablar.

—Te reclaman en el despacho del CEO  —me dijo, mirándome mientras señalaba con el pulgar la salida.

Fruncí el ceño ligeramente, intentando esconder mi mano magullada debajo de la mesa, ante la atenta mirada de Jonhyuck.

—¿A mí? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Claudine levantó las cejas, mostrando su incomprensión por mi fingida sorpresa.

—Pues claro que a ti —respondió en un tono solemne.

Me levanté rápidamente de un salto y dejé el lápiz que llevaba en la mano derecha sobre la mesa y justo al lado de mi bloc de dibujo. Todos me estaban mirando, aunque no supe por qué.

Confusa, avancé hacia la salida, sin saber por qué me había llamado tan pronto por la mañana, si ni siquiera hacía una hora desde que nos habíamos despedido en el autobús. Podía haber esperado a devolverme las llaves cuando acabara mi jornada.

Avancé por el pasillo evitando mirar a nadie que se cruzara en mi camino, con un destino fijo del que no me quería desviar.

Entré en el ascensor para subir hacia el undécimo piso, donde se encontraba el despacho, con evidente indecisión, frotándome las manos para intentar centrarme en algo que no fuera el latido de mi corazón.

No entendía por qué, pero estaba nerviosa. ¿De verdad que no podría haber esperado?

Cuando las puertas se abrieron, un joven de hombros anchos cortó mi paso, como si fuera una extraña.

No me hizo ninguna pregunta, tan solo se quedó allí plantado, obstaculizando mi paso.

—Me ha llamado Narcisse Laboureche —expuse, esperando que, tras pronunciar aquel nombre, decidiera dejarme pasar.

Él se dignó a mirarme por primera vez, analizando mi rostro sin encontrar mucho más que mi simple confusión.

—¿Quién es usted? —preguntó con sequedad, como si le molestara tener hablar.

Fruncí el ceño, extrañada. Suponía que Narcisse ya le habría avisado de mi llegada, visto que había sido él quien me había llamado.

—Marie Agathe Tailler —murmuré.

Como si aquello hubiera sido la respuesta correcta a la contraseña de un club privado, se apartó, sin decir nada más.

Extrañada por aquello, le observé mientras seguía avanzando hacia el despacho de Narcisse, sin entender por qué de repente necesitaba un gorila en las puertas del ascensor.

Toqué con los nudillos la puerta de cristal, aunque no fui yo la que abrió la puerta.

Un hombre de cabellos grisáceos y unos grandes ojos castaños me recibió, como si supiera que iba a aparecer en cualquier momento.

—Le estábamos esperando —me dijo a la vez que yo echaba una ojeada al interior del despacho, solo para comprobar que había alguien más allí, efectivamente Narcisse.

Estaba de pie frente a la mesa, con la mirada perdida en algún punto del suelo, negando con la cabeza y con la barbilla apoyada en su puño derecho.

Arqueé una ceja, sin comprender lo que estaba ocurriendo. Creía haber ido a por mis llaves, cuando, en realidad, aquello parecía el momento en el que me iban a despedir.

Entré en el despacho y aquel hombre extraño cerró la puerta, como si no quisiera que alguien más pudiera colarse en la habitación.

Miré a mi alrededor, esperando a recibir órdenes para sentarme, porque, desde luego, yo no sabía qué hacer.

Narcisse siguió ensimismado, con la cabeza gacha y evidentemente nervioso, mordiendo su labio inferior como si fuera comestible.

—Bien, señorita Tailler, siento tanto secretismo pero es muy importante que lo que voy a decir solamente lo sepan por ahora mi hijo y usted.

Me di la vuelta bruscamente hacia él. ¿Era el padre de Narcisse Laboureche el que se encontraba de pie frente a mí?

Mi jefe, impasible, siguió mirando el suelo, como si estuviera en un profundo viaje astral del que solo él mismo podía detener. Nunca lo había visto tan estático ni tan perdido en su propio mundo, como si algo estuviera atormentándolo de verdad.

—Siéntese, por favor —me pidió el señor Laboureche, señalándome el sofá que había en el despacho—. ¿Quiere un vaso de whisky?

Obedecí, sin hacer preguntas. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo. ¿Iban a echarme?

—No bebo, pero gracias —murmuré, aunque no fuera del todo cierto.

—Lo que usted diga—dijo, sirviéndose un vaso de alcohol que sacó de la botella de cristal que había sobre la mesa de café—. Soy César Laboureche, por cierto —añadió, tendiéndome una mano.




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