Querido jefe Narciso

Capítulo cuarenta y nueve

Cuarente-Narciso día 17

—Me niego, Narcisse —le dije cuando su padre hubo cerrado, tras haberse puesto la americana y haberme sonreído con suficiencia.

Yo estaba sentada, con las manos enredadas en mi pelo, mientras que mi jefe se paseaba nerviosamente por toda la sala, cabizbajo y pensativo.

—¿Te crees que a mí me apetece demasiado? —murmuró, masajeándose las sienes, apoyándose sobre la mesa de su despacho.

Tuve intenciones de levantarme e ir hacia él para encararle, pero pronto reaccioné y me quedé sentada, esperando a que añadiera algo más. ¿Qué podía hacer?

Él suspiró, volviendo a esconder su rostro angelical entre sus enormes manos, dándome a entender que no estaba muy dispuesto a seguir hablando.

—Tengo que ir a trabajar —afirmé, segura de que aquello era lo mejor.

No había nada mejor para olvidar la última media hora que seguir con mis amados diseños, los únicos que podían distraerme de lo extraños y abrumadores que estaban siendo los últimos días.

Él negó con la cabeza desde su sitio, apartando sus manos para apoyarlas en el escritorio, aunque no se dignó a mirarme.

Un mechón de su cabello ondulado cayó sobre su frente cuando bajó la cabeza, rebelándose contra la perfecta imagen que demostraba siempre mi jefe, como aquella misma situación descontrolada. Se lo retiró casi al instante, aunque yo ya lo estaba mirando fijamente.

—No, hoy no vas a trabajar. Te quedas aquí, conmigo —soltó, aunque más para sí mismo que para mí.

Suspiré, colocando ambas manos sobre mis rodillas, irguiendo mi espalda.

—Estamos a un mes de la Fashion Week, Narcisse. No estoy aquí para vuestros problemas de imagen, sino para diseñar —le recriminé, intentando encontrar la excusa perfecta.

—Con ese dedo del tamaño de un calabacín no vas a ser de demasiada ayuda —dijo, desviando su mirada hacia otro punto en la habitación, tal vez la puerta.

Bajé la cabeza lo justo para comprobar lo hinchado que estaba mi dedo infectado y, casi inconscientemente, lo escondí detrás de mi espalda. ¿Cómo se había dado cuenta si no me había mirado ni una vez desde que había entrado en aquel despacho?

—No pude ir al hospital.

Por primera vez, sus fríos ojos castaños se posaron sobre mí. Sentí mi corazón detenerse durante varios segundos que se me hicieron eternos, por culpa de su maldita mirada penetrante que me obligó a girar la cabeza ligeramente para no morir observando al diablo.

—¿Y vienes a mi empresa con una infección que no te han curado? —preguntó, con el ceño fruncido.

Puse los ojos en blanco. Aquello ya era otro nivel.

—Te recuerdo que me quitaste las llaves y mi única prioridad en aquel momento era llegar a mi casa, no desinfectarme una herida.

Narcisse parpadeó repetidas veces, incrédulo, antes de levantarse, para rodear su escritorio y sacar el mismo botiquín que el día anterior de uno se sus cajones.

Se acercó a mí en dos zancadas, suficientes para llegar al sofá, aunque yo hubiera andado más de siete pasos.

Me eché para atrás instintivamente, aunque me mantuve sentada.

—Tendré que arreglar eso —susurró, dejando la caja sobre la mesa de café en la que estaba su whisky antes de sentarse a mi lado.

Me tendió una mano, aunque yo no supe para qué hasta que gruñó, como si aquello lo explicara todo. Puse la mía sobre la suya, esperando a que fuera aquello lo que el señor deseaba.

En un par de movimientos consiguió quitarme el vendaje que había improvisado aquella mañana, que tal vez era demasiado apretado para que la sangre pudiera circular con normalidad.

—Es más asqueroso de lo que recordaba.

Miró con desagrado el agujero que había en mi uña, a la vez pequeño y enorme, el cual volvía a sangrar, a pesar de que aquella mañana no lo había hecho. Mi pobre dedo índice estaba rojo, casi morado, y horriblemente hinchado, tal vez porque aquello fuera más grave de lo que había creído.

—Me sigue doliendo —confesé.

—Y a mí me sigue provocando arcadas —susurró, aunque yo pude oírle. ¿No podía ponerse en mi piel ni aunque fuera un segundo?

Dejó delicadamente mi mano sobre mi rodilla y luego alcanzó su caja, de la cual extrajo la botella de alcohol que el día anterior había usado para desinfectarme la herida y, sin pensárselo demasiado, roció un par de gotas sobre mi uña, que cayeron sobre su palma, bajo la mía.

Me sorprendió que no dijera nada sobre la forma en la que sus pantalones se habían mojado, aunque tampoco lo había dicho el día anterior cuando mi sangre manchó su zapato.

Volvió a vendar con minuciosidad mi pobre dedo, mucho mejor de lo que lo había hecho yo.

—Tenemos que hacerlo.

Abrí mucho los ojos antes de girarme hacia él, sorprendida. ¿Qué acababa de decir?

—He dicho que no —insistí, aunque parecía no querer oírlo.

—Quiero conservar mi trabajo —dijo, sin soltar mi mano, pese a que ya había pegado el esparadrapo a la gasa.

—Ya, pero yo no quiero que se me relacione contigo —le recriminé.

Sus ojos se clavaron de nuevo en los míos.

—Claro que quieres.

Arqueé las cejas, sorprendida por su rápida y tajante respuesta.

Siguió sosteniendo mi mano, como si fuera muy cómodo después de lo que acababa de decirnos su padre.

—La última vez que ocurrió algo así, mi madre viajó desde Lyon a París para hacerse famosa a mi costa —le recordé.

Él bajó la cabeza hacia mi dedo vendado mientras hacía una mueca y, al darse cuenta de que su palma seguía bajo mi mano, se apartó.

—Ya no debe de preocuparse por una infección, señorita Tailler —dijo, cambiando de tema de nuevo.

Tragué saliva, como si aquello fuera a darme fuerzas, antes de hablar.

—No voy a hacerlo —aseguré, levantándome, con intenciones de dejarlo con la palabra en ma boca. Por supuesto, él no se dio por vencido, y tomó mi muñeca en un rápido movimiento para que no me alejara, dando un fuerte tirón para que volviera a sentarme.




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