Cuarente-Narciso día 19
Un velo de oscuridad cubría el cielo poco estrellado de las calles vacías de París.
Él único sonido que rompía la paz que reinaba en los tristes y monótonos bulevares eran los grillos, los cuales habían salido a cantar, siendo aquella la primera vez que los oía, tal vez porque nunca me había dado tiempo a escuchar a la naturaleza.
Nuestros pasos eran los únicos que lograban callar a los insectos, que, asustados, se escondían entre los arbustos para seguir más tarde con sus melodías estivales.
Miré a Bastien de reojo, con los brazos cruzados por encima del pecho, muerta de frío, dándome cuenta de que él también me estaba observando.
Tenía las manos dentro de los bolsillos de sus pantalones y avanzaba rápidamente por los distintos cruces sin dudar en ningún momento el camino hacia nuestros edificios, los cuales, desde luego, estaban bastante alejados de Laboureche. No decía nada, aunque tampoco hacía falta que lo hiciera. Adoraba su silencio, pues, gracias a él, había conseguido escuchar a los grillos, sin hacerme sentir incómoda ni un segundo, aunque tampoco había sido su intención.
—Podrían instalar más farolas —rio.
Asentí con la cabeza, sonriendo y volviendo mi mirada al cielo, que cada vez era más oscuro y menos agradable. No podría haber ido sola por aquellos callejones, pies el miedo habría acabado conmigo antes de que lograra salir de alguno de ellos.
—No tendrías que haberte enterado —le dije y él frunció el ceño, como si no supiera de qué estaba hablando—. En teoría, César Laboureche nos había dicho que teníamos que fingir que Narcisse y yo estábamos juntos, pero no tendríamos que habérselo contado a nadie hasta que la prensa lo hubiera descubierto.
Me mordí el labio, esperando su respuesta. Por alguna razón, había sentido la necesidad de contárselo, tal vez porque sentía que era alguien en quien podía confiar, o, al menos, con quien podía hablar. Lady S no solía ser de mucha ayuda cuando intentaba que me dieran consejo.
—¿Vais a fingir que salís juntos? ¿Por qué? —preguntó, en un tono que parecía, desde luego, molesto.
Le miré de reojo, lo justo para advertir que sus ojos estaban fijos en mí, para devolver mi mirada a la oscura y solitaria calle.
—Porque su publicista cree que así Laboureche va a dejar de ser una marca clasista. Todos van a sentirse identificados con ella —solté, recitando lo que recordaba de la conversación con César.
—Si un puñetero cinturón vale doscientos euros, ¿cómo pretenden que deje de ser clasista? —rugió Bastien, algo enfadado.
Giramos a la derecha en el siguiente cruce, aunque yo ya hacía tiempo que me había perdido.
—César cree que, si una chica como yo, trabajadora y de poco poder adquisitivo, que vive en un distrito vulgar y que suele pasar desapercibida sale con alguien como Narcisse, el hombre más rico de Francia, la gente corriente podrá sentirse más atraída hacia la marca, o, al menos, a la idea de que yo pueda haber pasado de trabajar en una trastienda a ser una Selecta y la pareja de un Laboureche, lo que, por lo visto, es el deseo de las jóvenes ambiciosas de ahora —murmuré, aunque realmente me lo estaba inventando sobre la marcha.
No tenía demasiada idea de cuál era la razón por la que el publicista quería que nos vieran juntos, aunque parecía algo similar a lo que yo había estado desvariando.
—Guste quería que te pidiera algo parecido.
Me detuve en seco, provocando que él avanzara algunos pasos antes de dejar de andar también.
—¿Que Guste qué? —inquirí.
Él apretó los labios hasta que se volvieron blancos, tal vez intentando no decir nada más.
Reanudé la marcha, abrazándome a mí misma de nuevo para mantener mis brazos desnudos algo calientes entre mis manos.
—Mi hermano quería que te invitara a la gala benéfica que organiza en dos semanas en contra de la marginación social. Como mi pareja, claro está —confesó, aunque, por su tono de voz, parecía restarle importancia al asunto.
—¿Por qué? —pregunté, confusa.
Giramos hacia la izquierda en un último cruce para acabar justo frente a mi edificio, el cual había parecido mucho más cercano de lo que realmente era, pues debíamos de haber estado caminando durante más de cincuenta minutos bajo el oscuro cielo sin estrellas de la contaminada capital francesa.
Bastien se detuvo frente al portal, escondiendo de nuevo sus manos en los bolsillos para balancearse adelante y atrás sobre sus pies, con la mirada perdida en un punto lejano a mi rostro, sin permitirme comprender del todo su serena expresión facial.
—Como trabajas para Laboureche, sería una buena muestra de paz para la prensa para dejar claro que no hay ninguna guerra con Louis XIX, así que los clientes de Laboureche no se sentirían amenazados al comprar nuestros productos —murmuró.
—¿Quieres que traicione a la empresa para la que trabajo para que podáis robarnos clientes? —resumí, con una ceja arqueada.
¿Creía de alguna forma que aquello iba a ayudarme a mantener el puesto que él mismo me había conseguido? Si Narcisse se enteraba de lo que estaba planeando, iba a matarnos a ambos. A mí primero, desde luego.
—No he dicho eso. Solo que vengas conmigo a nuestra gala benéfica —se apresuró a contestar, bajando la cabeza para mirarme fijamente a los ojos, mostrando el ligero rubor de sus mejillas bajo la tenue luz de la farola que había sobre nuestras cabezas.
Me mordí el labio inferior, intentando pensar en cómo iba a afectarme aquello.
Finalmente, negué con la cabeza, sacando la llave de la entrada del bolso y subiendo los dos escalones que me separaban de la acera.
Bastien se quedó allí, con la cabeza gacha, como si no supiera cómo actuar.
Miré a mi alrededor para asegurarme de que no había periodistas. Los coches que recorrían el bulevar no parecían detenerse cerca de mi edificio como lo habían hecho días atrás y tampoco parecía que había nadie escondido tras los muros que separaban los edificios que nos rodeaban, así que, tal vez no había peligro.