Cuarente-Narciso día 20
El timbre había sonado un par de veces, pero yo seguía arropada entre mis sábanas y con la cara pegada a la almohada. No iba a levantarme por mucho que insistiera fuera quien fuera el que se encontraba en la puerta.
Me di la vuelta lo justo para echar un vistazo al techo cuando el ruido cesó, deleitándome del agradable sonido del silencio, lista para volver a cerrar los ojos y seguir durmiendo en mi primer viernes libre desde que había empezado a trabajar en Laboureche.
Acomodé mi mejilla derecha de nuevo sobre la almohada, abrazándome a la fina colcha de verano y suspirando las horas que me quedaban por dormir aquella mañana, la primera y única en toda la semana que podía apagar por completo la alarma del reloj.
Estaba dispuesta a volver a dormirme, pero el ruido de unas llaves golpear la puerta principal me alarmaron. Entreabrí los ojos, sin entender nada, y miré de reojo el despertador para comprobar qué hora era. Las seis y cincuenta y siete.
Escondí la cabeza entre las sábanas, ignorando el repiqueteo en la puerta de madera, hasta que, de pronto, oí un chasquido, desvelándome que el cerrojo se había desbloqueado.
Mi corazón se aceleró de pronto, sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo. ¿Quién iba a entrar a mi casa un viernes por la mañana a aquellas horas de la madrugada?
Segura de que era, por lo menos, un ladrón, estuve tentada a gritar, hasta que oí diversos pasos atravesar el pasillo, dejándome claro que había más de una persona metida en el apartamento en aquel momento.
Ni siquiera tenía mi móvil cerca para llamar a la policía, aunque tampoco me iba a dar tiempo de marcar el número de emergencias, porque los pasos ya se habían detenido y estaba segura de que había sido frente a mi puerta.
Lo que sí tenía claro era que ni los ladrones ni los asesinos en serie tenían una copia de la llave de mi apartamento.
Narcisse Laboureche, con toda su ira reflejada en el rostro, pegó un golpe a la puerta de mi habitación con toda la intensidad que pudo demostrar, provocando que se abriera para descubrirlo.
—¿Qué te crees que estás haciendo? —gritó.
Intenté incorporarme a la vez que sentía cómo me estaba dando un ataque al corazón, pero mis músculos no estaban dispuestos a reaccionar tan temprano, así que lo único que pude hacer es mantenerme quieta y metida en mi cama esperando a mi venidera muerte.
Mi jefe se dirigió hacia mí con los puños apretados pegados a su jersey de punto azul, mirándome con furia como si fuera un pecado estar durmiendo a aquellas horas de la mañana.
Eché un vistazo de nuevo hacia la puerta, cuando él ya me había alcanzado, tan solo para ver a la vecina del segundo, con sus rulos rosados todavía pegados a la cabeza y una bata rosa cubriendo su cuerpo entero hasta los pies, sostenía el gran manojo de llaves con el que, probablemente, acababa de irrumpir en mi piso.
—Quedamos a las seis y media delante de su casa, señorita Tailler —recordó, hastiado.
Suspiré, escondiendo mi rostro entre las manos, sin poder creer que mi jefe estuviera en mi maldita habitación.
—¿Cuándo acordamos eso? —gruñí, estirando el brazo para encender la luz de la lámpara de mesa.
—Antes de que te fueras con Louis hace un par de días —respondió, serio.
Parecía molesto, aunque no sabía si era porque había tenido que esperarme abajo durante media hora o porque yo no me acordara de nuestra supuesta quedada.
—Bueno, yo me voy a ir yendo —anunció la vecina, haciendo tintinear las llaves para que le prestáramos atención.
¿Cómo había sabido Narcisse que aquella mujer era la presidenta de la comunidad?
—Gracias por abrirme, señora.
—Pensaba que eras el otro —soltó ella, restándole importancia, antes de desaparecer por el pasillo y anunciar su despedida pegando un portazo, como si no hubiera nadie más en todo el edificio.
Narcisse se volvió a girar hacia mí y, en un arrebato, agarró los extremos de mi colcha y la estiró para destaparme.
Encogí mis piernas desnudas, sintiéndome totalmente expuesta ante aquel hombre, quien, desde luego, no debería de estar allí.
—¿Qué otro? —inquirió, sentándose sobre el colchón como si nada, instigándome con su mirada para que respondiera.
Fruncí el ceño, agarrando de nuevo mi edredón para llevarla bajo mis brazos, cubriendo las zonas desnudas de mi cuerpo antes de conseguir incorporarme de una vez.
Narcisse se había sentado a la altura de mi cadera, tan cerca que podía advertir todas y cada una de las pecas que cubrían el perfil izquierdo de su rostro de piel perfecta, que se perdían entre el cuello de su jersey celeste al bajar por su esbelto cuello.
—Bastien —admití, con la voz ronca por el sueño.
Mi jefe se giró hacia mí en cuestión de milisegundos, mostrando su ceño fruncido y su mirada furiosa.
—¿Te llevas descaradamente a Louis a tu cama?
Cerré los ojos y me froté los párpados a la vez que bostezaba, sentándome a su lado. Estaba claro que tenía una opinión de mí muy distinta a la realidad.
—Yo no me llevo a nadie a la cama —susurré, levantándome con un impulso.
Vi cómo los músculos de su rostro se destensaban de pronto, relajando a la vez su mandíbula y su frente.
—Con ese pijama de bebé seguro que no —se burló, cuando estuvo dispuesto a olvidar lo que acababa de decir la vecina loca del segundo.
Bajé la mirada hacia mis oscuros pantalones cortos y la simple camiseta de tirantes de pequeños bordados, sin comprender por qué creía que era de bebé.
Me giré hacia él a la vez que hacía correr la puerta de mi armario, aunque su mirada estaba recorriendo mis piernas, más que mi rostro.
Agarré una camisa de raya diplomática que, inmediatamente, me fue arrebatada de las manos.
—Está de moda que las parejas se vistan a juego —dijo, dejando la percha donde estaba, antes de analizar con detenimiento la zona alta de mi armario para sacar uno de mis propios diseños, aquel vestido de corte midi que, casualmente, combinaba con el color de su fino jersey de punto.