Cuarente-Narciso día 21
El Marché aux fleurs se encontraba entre Notre Dame y la Saint Chapelle y, por alguna razón, yo ni siquiera sabía que existía.
Narcisse había aparcado su Maserati unas calles más abajo y habíamos subido una empinada cuesta que me había agotado sl instante, aunque no había podido pararme ni un solo segundo, pues él iba mucho más adelantado que yo.
Dos pasos por detrás de mi jefe, podía observar su tranquila y elegante forma de caminar, mientras se colocaba el cabello ondulado que la suave brisa despeinaba en varias direcciones, todas y cada una de ellas de forma ideal.
La poca gente que se nos había cruzado, debido a que ni siquiera eran las ocho de la mañana, se detenían a observar a Narcisse, quien parecía un verdadero modelo, tan alto, tan estilizado, tan elegantemente vestido y con aquellas gafas de sol que no necesitaba y, aún así, lucía con dignidad.
—Ánimo, que la prensa no va a estar por allí todo el día —me dijo, girándose hacia mí.
Me estaba pegando un ataque al corazón. A pesar del hecho de que no estaba acostumbrada a andar tan rápido, el horrible calor estival de Francia me estaba jugando una mala pasada y estaba segura de que mi imagen, en aquellos instantes, era la de una pobre vagabunda con un vestido elegante que debía de haber robado de algún escaparate.
—Por favor, no puedo respirar —ahogué, deteniéndome.
Coloqué ambas manos sobre mi cintura para doblarme sobre mí misma, intentando recuperar el aliento, ante la atenta mirada de mi jefe, quien, con seriedad, esperaba a que aquello se pasara en breve.
—Vamos, apóyate en el muro, no quiero tener que llevarte en brazos hasta el otro lado del río —suspiró, aunque evidentemente estaba molesto.
Le sonreí, agradecida, antes de prácticamente lanzarme sobre la pequeña repisa que evitaba que cayera al Sena, intentando observarle a los ojos, aunque, tras aquellas oscuras gafas de sol, estaba siendo imposible.
Él se pasó una mano por el pelo antes de dar un paso adelante, apoyando los brazos en la barandilla del puente, admirando el infinito horizonte del río.
Yo, por el contrario, estaba a punto de morir ahogada por la falta de aire que había supuesto andar unos tres mil pasos a la velocidad de unas piernas kilométricas y con aquellas sandalias por el suelo adoquinado de París. Estaba hecha un desastre como deportista.
—¿Por qué vamos al mercado de las flores? —pregunté, de pronto, evitando que el silencio se adueñara de la situación.
Él se giró ligeramente hacia mí, mirándome por encima de sus gafas, con las cejas arqueadas, como si li pregunta le hubiera sorprendido de alguna forma.
—Me gusta pasear por aquí —confesó, encogiéndose de hombros.
Me mantuve callada, esperando a que dijera algo más, aunque no parecía dispuesto a continuar con aquella conversación.
—Cuando vivía en Lyon había un pequeño puesto en el mercado en el que vendían café y tulipanes. Siempre que necesitaba escapar a algún lugar, estaba allí, con mi café au lait entre las manos y admirando la belleza de las flores, sin que nadie pudiera molestarme —solté, como si necesitara saberlo.
—Cuando mi bisabuelo todavía regentaba la empresa, visitaba el Marché aux fleurs cada domingo junto a mi abuelo y mi padre. No tengo otro bonito recuerdo de ellos que no fuera en ese invernadero y, cuando murió mi abuelo, mi padre dejó de traerme, porque su prioridad ya no era estar conmigo —susurró.
Levanté la cabeza hacia él. Estaba con la mirada perdida en el río, cuya agua reflejaba los deslumbrantes rayos de sol que no parecían afectarle en absoluto. Tenía las manos metidas en los bolsillos y el pie derecho cruzado por delante del izquierdo, invadiendo la vacía acera como si no le importara nada más que su propia comodidad.
Vi cómo giraba su cabeza ligeramente hacia mí, regalándome un indicio de sonrisa.
—Vamos —dijo, tendiéndome un brazo.
Me mordí el interior de las mejillas antes de aceptarlo.
Empezamos a andar de nuevo aunque esta vez más tranquilos, como todos los que paseaban por la Île de la Cité, disfrutando del sol matutino y del canto de los pájaros.
Dejamos atrás Notre Dame, como siempre, abarrotada de turistas esperando a poder entrar, aunque él no se detuvo en ningún segundo a ojear el impresionante edificio gótico, aunque yo lo había intentado.
—No sé por qué te he contado aquello —confesó, tras carraspear.
—Ni yo lo del mercado de Lyon —reí.
—Para decirme cuál es el tipo de café que bebes —me interrumpió con seriedad.
Bajé la cabeza para observar cómo andábamos a la par, a la vez que seguíamos avanzando hacia la Rue de la Cité, sin detenernos ni una sola vez.
—¿Te gusta? —me susurró, de pronto, cuando, por fin, se paró.
Mi mirada se levantó ante aquel gran y bello edificio, el más colorido que había visto en toda la ciudad, y no pude evitar, en un arrebato de felicidad, soltar el brazo de Narcisse para avanzar por mí misma, más rápido de lo normal, hacia el Marché aux fleurs, cruzando la carretera sin siquiera mirar.
—¿A dónde vas, pedazo de loca? —gritó Narcisse a mis espaldas.
Sin embargo, yo no me detuve hasta llegar a la entrada a aquel maravilloso espectáculo visual. Los vendedores estaban terminando de decorar sus estantes y los aromas se confundían entre unas flores y las otras, lo que era también un regalo para mi olfato.
Me sentía como una niña pequeña, rodeada de tantos colores vivos, sonriente y la cual, por primera vez, se había olvidado de todo lo que le había ocurrido a su alrededor.
Quise dar un paso adelante, pero una mano grande rodeó mi muñeca, impidiéndome avanzar y devolviéndome a la realidad. Me giré hacia él m, segura de que, si veía mi expresión, me soltaría, pero parecía que me había olvidado de que quien me sostenía era Narcisse Laboureche.
—Espérate, todavía no hay periodistas —dijo, mirando a nuestro alrededor.