Querido jefe Narciso

Capítulo cincuenta y cuatro

Haters, os dedico esta maravillosa canción. De nada. (Es Fake Love de BTS para los de Booknet, sorry, adiós)

Cuarente-Narciso día 22

Me había perdido entre los claveles del ultimo puesto a la izquierda. Estaba arrodillada junto a ellos, observando con interés los pétalos que formaban aquellas bellísimas flores y, para mi sorpresa, Narcisse estaba a mi lado, tan fascinado como yo.

—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó el señor que había tras el mostrador,un anciano de cabellos canosos y arrugas pronunciadas que nos sonreía con dulzura.

Yo me levanté inmediatamente, como si me hubieran despertado de la ensoñación, al contrario de mi acompañante, quien permaneció allí, con la cabeza girada hacia el único ramo de claveles negros que había, por el que llevaba tiempo interesado.

—¿Cuánto pide por ellos? —preguntó, acariciando uno de los pétalos que componía aquella bella y única flor.

El anciano rodeó el mostrador dificultosamente para llegar hasta donde se encontraba Narcisse. Estaba muy delgado y realmente parecía que iba a desmontarse allí mismo, pero desprendía tanta ternura que lo único que pude hacer fue sonreír.

—Cincuenta por el ramo de doce —dijo, comprobando el precio en la etiqueta que había colocada detrás de la maceta en la que las flores se encontraban.

Todo el puesto rebosaba vida. Había rosas rojas, blancas y amarillas, ramos de margaritas y maceteros de violetas, así como preciosas orquídeas, dalias y, por supuesto, claveles. Sin embargo, las únicas que destacaban por aquel color tan oscuro y tan poco romántico, eran estas últimas. Y Narcisse Laboureche parecía haberse obsesionado con ellas.

—¿Y por las veintinueve que hay aquí? —preguntó, levantándose para colocarse a mi lado.

Al señor se le iluminó el rostro de felicidad. Probablemente no entendía por qué alguien iba a querer tantas flores de una tonalidad tan triste y la verdad era que yo tampoco lo comprendía.

Observé a mi acompañante con interés, quien, absorto en las flores, se había olvidado completamente del propósito de ser la portada de alguna revista, para mostrar una extraña aunque adorable fascinación por los claveles que me recordaron que, por muy frío que fuera, seguía siendo un ser humano.

A nuestro alrededor no había fotógrafos, ni periodistas, ni nadie que pudiera capturar la imagen inocente que desprendía mi jefe, la más sincera que había apreciado jamás. Era Narcisse, el chico que observaba las flores del último puesto, sonriendo sin quererlo, como un niño pequeño.

—Se lo dejo a cien, señor, si se las lleva todas —murmuró el anciano, evidentemente emocionado por la venta.

Mi jefe asintió y, sin decir absolutamente nada, sacó un pequeño  fajo de billetes de el bolsillo delantero de sus pantalones, para tenderle uno al anciano a la vez que él le ofrecía los claveles, unidos por un lazo rosado que rompía la monocromía de los claveles.

—Hasta pronto, señor Ruvelle —dijo Narcisse, dándose la vuelta.

—Adiós, señor Laboureche —se despidió el anciano.

Los miré a ambos, sorprendida por la sensación de de conocían de antes, aunque yo tampoco dije nada. Me limité a sonreír para seguir a mi jefe hacia el exterior, quien seguía absorto en sus flores, como si le hubieran robado el sentido común.

—Mi abuelo buscaba siempre los claveles negros del mercado y solo parecía tenerlos el señor Ruvelle. Decía que eran sus favoritos y que nadie más podía disfrutarlos, porque era mi abuela quien los había cultivado antes de morir y, para él, las flores eran el recuerdo vivo de su amor —susurró, aunque no me estaba prestando la más mínima atención.

No dije nada, porque sabía que no le iba a gustar que me entrometiera, aunque fuera él quien lo había confesado.

Salimos del invernadero, todavía rodeados de las más bellas y llamativas flores, donde el sol deslumbraba con intensidad, aunque él ni siquiera se volvió a colocar las gafas de sol. Estaba tan ensimismado, tan metido en la historia que le recordaban aquellas simples flores negras, que ni siquiera pensaba en que, probablemente, en aquella plaza se iban a encontrar los periodistas que él mismo había avisado.

De pronto y sin previo aviso, Narcisse sacó una de las flores de su ramo y me la tendió, sin mirarme siquiera, tan solo tendiéndome el clavel firmemente y sin que le temblara el pulso.

Me giré hacia él, sin cogerla, provocando que tuviera la levantar la mirada hacia mí. Sus ojos parecían húmedos, como si estuviera a punti de llorar, aunque no tardó en parpadear con rapidez para ocultar el brillo de sus ojos provocado por, tal vez, sus lágrimas.

Sonreí, porque no podía creer que aquel fuera el mismo hombre que había conocido en el autobús.

—¿Por qué me das una de tus flores? —pregunté, sin detenerme.

—Porque es la número veintinueve y sé que es tu número favorito —me respondió con firmeza, sin bajar el brazo.

Apreté ligeramente los labios, aunque no dejé de sonreír.

—¿Cómo lo sabes? —inquirí.

—Porque naciste un día veintinueve, te aceptamos en Laboureche día veintinueve y hoy es día veintinueve y me he sentado en tu cama —respondió, con obviedad.

Tuve que cerrar los ojos para tomar aire y no echarme a reír. Por supuesto, él seguía siendo Narcisse Laboureche.

Sin embargo, acepté el clavel que me tendía, acercándolo a mi rostro ligeramente tan solo para apreciar su belleza.

—Gracias, señor Laboureche —susurré.

De reojo, pude ver cómo una tímida sonrisa se dibujaba su rostro y cómo su mandíbula se tensaba al intentar ocultarla.

Carraspeó cuando se dio cuenta de que seguía observándole y se detuvo en medio de la plaza, señalando con la barbilla una pequeña cafetería.

—Vamos a tomar un café. He visto muchas fotografías de famosos yendo a por pasteles allí mismo, así que es probable que puedan encontrarnos allí.

Hice rodar mis ojos, aunque acepté seguirle hasta allí. Casi había creído que se había olvidado del maldito reportaje.




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