Cuarente-Narciso día 24
—Como a alguien se le ocurra tocar esta belleza en toda la noche, juro que lo llevo a la tumba —gruñó Jon, con un alfiler entre mis dientes.
Sonreí a la vez que ajustaba el escote de mi precioso vestido, permitiendo que mi compañero lo anudase a mi espalda con sus hábiles y rápidos dedos.
Pasé una mano por la tela de seda, disfrutando del suave e ideal tacto del tejido, cerrando los ojos para no pensar en nada más.
—No creo que nadie vaya a acercarse a mí para tocar un vestido, Jon —reí, sin dejar de sostener la parte superior de mi traje.
—Nunca se sabe —murmuró, sacándose el alfiler de entre los dientes para ayudarse con él a realizar un lazo con el cordón sobrante de mi espalda.
Me miré al espejo, asombrada por lo increíblemente espectacular que estaba en aquel instante.
Pocas veces me había sentido tan bella y poderosa, como si nada ni nadie pudiera abatirme si aquel bello vestido de corte sirena y escote en forma de corazón me protegiera del cruel mundo exterior.
Mi pecho se veía realzado por el efecto del corpiño y, a cada tirón que Jon daba a los lazos que había en mi espalda, subía más y más, como si de una de las doncellas de la fiel corte de María Antonieta se hubiera apoderado de mí.
El Selecto, cuando hubo terminado, se irguió detrás de mí, demostrando que me sacaba más de una cabeza, prácticamente igual que lo hacía Narcisse, aunque Jon era mucho más delgado que él.
Me ayudó a quitarme la toalla que envolvía mi cabello ondulado —sujeto durante aquel tiempo por los percances que podrían haber ocurrido en el momento de anudar mi corpiño— y me sorprendió al acariciar los mechones que había sobre mi rostro sin siquiera mirarme a través del espejo, para llevarlos detrás de mis orejas, despejando el rostro y mi pálido escote de los falsos rizos castaños.
—Creo que deberías de ponerte algo en la cara —dijo, haciendo contacto visual por primera vez desde el reflejo—. No sé, para taparte un poco.
Levanté una ceja, desafiante, esperando a que especificara, pues estaba serio y su expresión era prácticamente indescifrable.
—¿Una bolsa? —reí, tan solo por hacerle cambiar de gesto.
Él dio un paso atrás para observar su perfecto trabajo, antes de negar con la cabeza.
—Maquillaje. Lo necesitas —dijo con soberbia, señalando mi rostro.
Las ojeras violáceas no eran la perfecta combinación para la elegancia de mi vestido, pero, al menos, el universo se había portado bien conmigo y no me había provocado ningún brote de acné, algo demasiado típico en mi asquerosa piel.
Me mordí el labio, fijándome en el pequeño grano que tenía en la frente.
—Creo que lo necesitas tú más que yo.
Él se pasó una mano por el oscuro, sedoso y brillante cabello que sus genes asiáticos le habían regalado, aprovechando así para ocultar la pequeña imperfección y que no tuviera nada que recriminarle.
—Yo ya soy perfecto.
Sonreí a la vez que él lo hacía. De alguna forma, me sentía ligeramente atraída por la idea de tener un amigo en el trabajo. Sabía que él había sido el culpable en parte de mi estrés en el último mes gracias al cambiazo que le hizo a sus corbatas, pero no era un mal chico. Parecía sincero y sin malas intenciones y, por mucho que me había empeñado en mantenerlo lejos, sentía que podía considerarlo algo más que mi mero compañero de taller.
—Creo que Michele estaría de acuerdo con esa afirmación —dije, apartándome del espejo para encararle—. ¿Has visto cómo te observa? Parece que eres un diamante y él es Marilyn Monroe.
Jon arrugó la nariz tras mi referencia.
—Pues lo lleva claro —bufó—. Me halaga ser lo suficientemente guapo para atraer a un Selecto, pero... No, definitivamente no me gustan los chicos.
Alcé las cejas. Nunca me había parado a pensar en la sexualidad de Jonhyuck en ningún momento, aunque tampoco sabía demasiadas cosas sobre él.
—¿Y las ardillas?
—¿Me estás tratando de zoofílico? —gruñó, abriendo los ojos de par en par, dando un paso atrás, haciéndose el ofendido.
Me reí, negando con la cabeza, sentándome en el sofá en el que había mi estuche de maquillaje y no tardé demasiado en encontrar el corrector que podría ayudarme a ocultar mis ojeras, que más bien parecían las consecuencias de una pelea callejera.
—Tengo una ardilla en la terraza y creo que necesita cariño —aclaré.
A Jon le faltó tiempo para salir corriendo hacia mi dormitorio, como si ya supiera el camino.
Yo seguí extendiéndome con lentitud el corrector antes de peinar mis pestañas con mi única máscara la cual debía de reemplazar y, para cuando el Selecto volvió con Lady S entre los brazos, yo ya había teñido mis labios del rojo más intenso de mi colección, a juego con aquel espectacular vestido.
Me levanté para observarme al espejo de pie de nuevo, admirando cómo alguien tan sencillo como siempre me había considerado, podía acabar vistiendo algo tan hermoso como aquel vestido.
—Vaya —pronunció Jon, abrazado a mi ardilla, quien, incómoda por el agarre del desconocido, se revolvía entre sus brazos.
Sonreí tímidamente, sin poder dejar de observarme. Si sentirse guapa era un pecado, iba a ir al infierno de cabeza.
Anduve hasta Jon, cuya mirada, aunque pretendía mantenerse fija en mi rostro, había caído en repetidas ocasiones en el escote en forma de corazón de mi vestido, y alargué los brazos para que me devolviera a mi ardilla, algo que, sin dudar, habría hecho, de no ser porque, para mi infinita desgracia, el estruendoso sonido del timbre provocó que ella saltara hacia el suelo, empezando a corretear por mi salón con libertad, sin darme tiempo a alcanzarla.
El timbre volvió a sonar, pero yo acababa de lanzarme al suelo al intentar agarrar a Lady S y la puerta era el último de mis problemas.
Jon me esquivó cuando, a rastras, llegué hasta el sofá, bajo en que se había escondido mi amiga pelirroja, quien parecía odiarme en aquel instante por obligarme a arrodillarme sobre aquel hermoso vestido para poder recogerla.