Querido jefe Narciso

Capítulo cincuenta y siete

El siete es mi número favorito.

Sin quererlo, el sonido atronador de mi tacón dorado chocar contra el suelo de mármol se hizo eco en el grandioso vestíbulo, provocando que todos se dieran cuenta de que, al fin, el hombre más rico de Francia había llegado a una de las galas más importantes entre la élite parisina.

Un camarero nos ofreció dos copas de champán, sin mirarnos a los ojos, aunque fijándose en la forma en la que mi brazo rodeaba con suavidad el de mi jefe, quien no había bajado la barbilla en todo el camino desde el inmenso patio de gravilla donde había dejado su coche hasta allí.

Graham Gallagher estaba de pie junto a la que una vez fue mi amiga Paulette Amdrieu, cuyo padre estaba saliendo con mi madre, lo que nos convertía en hermanastras.

Ella fue la primera en advertir nuestra presencia y no pudo ocultar un gesto receloso al comprobar que seguía acompañando a Narcisse y que su novio, ataviado con su elegante kilt rojo y azul, ni siquiera le estaba prestando atención.

Decir que habia mucha gente no era justo, porque aproximadamente toda la alta sociedad parisina se ebcibtrava en el vestíbulo de la mansión Dumont, a las afueras de la ciudad, bajo el altísimo techo del cual colgaba una impresionante y pretenciosa lámpara de araña.

—Buenas noches, señor Laboureche —dijo un hombre de cabellos blancos y sonrisa amarillenta, antes de dirigirme una ojeada a mí—. Veo que viene acompañado.

Hice un amago de sonrisa, porque aquel hombre no me inspiraba mucho más.

—¿Y tu mujer, Viktor? —respondió Narcisse, fingiendo que buscaba con la mirada a la esposa de aquel hombre.

—Con su amante, ya lo sabes —gruñó—. Desde que murió Raquelle no tiene motivos para verme más.

Miré de reojo a Narcisse, quien parecía haber tensado la mandíbula ligeramente.

—Supongo que todos lo superan a su forma —enunció.

—Tú se ve que ya lo has hecho —gruñó el hombre de cabellos canosos, volviendo a fijar su mirada en mí.

—Y tú deberías —murmuró mi jefe, apartándolo de su camino a la vez que tiraba ligeramente de mí para que le siguiera.

Nos abrimos paso entre los invitados en completo silencio, sin mirar atrás, como si aquella última conversación no hubiera existido.

Me di cuenta de cómo algunas mujeres me observaban con cierto recelo, incluso odio, por ir pegada al Narcisse, aunque tampoco pasaban por inadvertido mi vestido rojo, a juego con la corbata roja que yo misma le había cosido a mi jefe, sin saber que iba a decidir ponérsela algún día.

—¡Narciso! —gritó una voz y no tardamos en darnos cuenta de que provenía del anfitrión, quien descendía los imponentes escalones de mármol vestido con un extravagante traje violáceo, probablemente parte de su colección.

Todos se giraron hacia nosotros, si no lo habían hecho ya.

Me sentía totalmente desubicada, rodeada de la gente más importante de mi ciudad, tan alejada de mi humilde modo de vida. Ellos no iban en autobús al trabajo y, probablemente, la mayoría de ellos tampoco necesitaban ir a ninguna parte, pues, con todo el dinero que había en sus cuentas bancarias, habrían sido capaces de salvar a un país entero de la hambruna.

Tragué saliva, intentando mantenerme firme junto a Narcisse, aceptando ser el centro de atención por primera vez en mi vida.

Mi jefe, impasible ante la atenta mirada de los presentes, ladeó ligeramente la cabeza para observar cómo el anfitrión se acercaba a nosotros con tanta elegancia que era imposible no prestarle atención.

—Aguste —murmuró Narcisse, cordial, sin borrar su gesto de indiferencia.

El del traje violeta le tendió una mano amablemente, sin sonreír, manteniendo un duelo de miradas con mi jefe que me dejaba, indudablemente, en un segundo plano.

Eché una segunda ojeada a mi alrededor para acabar fijándome de nuevo en cómo Paulette seguía agarrada con ambas manos al brazo de Graham, en el fondo de la sala, quien nos observaba con frialdad, sin dejar escapar ningún detalle del encuentro, obviando los intentos de mi ex mejor amiga por creer que ella podía ser más importante que aquella situación en la que me encontraba yo.

—Buenas noches, Marie Agathe —digo Guste cuando Narcisse hubo aceptado su mano, sacudiéndola con firmeza—. Ya me ha advertido mi hermano sobre su espectacular atuendo, me deja sin palabras.

Sonreí, aunque no supe qué decir. Louis Auguste era algo frío y distante, aunque algunas de sus frases no lo parecieran, en absoluto.

Narcisse levantó la mano para coger la mía y poder entrelazar nuestros dedos, para demostrarle a Guste que estábamos juntos, pero al dueño de Louis XIX poco le importaba que yo fuera la pareja de su rival. El hecho de que estuviéramos allí parecía lo único que le inquietaba.

—Menos mal que eligió venir conmigo, entonces. Sino, mi equipo no podría haber trabajado en este espectacular vestido que luce la señorita Tailler —le recriminó Narcisse, en un tono molesto, aunque sin dejar que los nervios se apoderaran de él.

—A mí no me importa con quién haya ido, Narciso. Ni siquiera te lo he preguntado —le interrumpió Guste con frialdad.

El anfitrión se dio la vuelta con dignidad, dejando a mi jefe con la palabra en la boca, yendo a saludar a los presentes uno por uno, sin prestarle la más mínima atención al único que la reclamaba.

Su mano empezó a apretar la mía con fuerza, aunque supuse que no se habría dado cuenta.

—Eh, tranquilo —acerté a decir—. Estoy aquí por el bien de la empresa. Ni tu padre ni nadie podrá reprocharte nada después de esto, mucho menos Auguste.

Él bajó la mirada hacia mí y advertí un atisbo de sonrisa en su imberbe rostro, así como su pulgar empezó a realizar círculos sobre mi mano, mientras seguía sujetándola.

Por un momento, olvidé que había jurado odiarle hacía menos de dos semanas atrás. Tal vez tan solo era una ingenua.

Graham se había acercado en silencio, con su perrito faldero justo detrás, quien no podía apartar su mirada de mí y de mi vestido, aunque no la culpaba.




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