Querido jefe Narciso

Capítulo cincuenta y ocho

Cuarente-Narciso día 26

—¡Idiota! —gritó Bastien, pegándole un golpe en el pecho a su hermano, con el rostro rojo de la rabia y lágrimas en los ojos.

Yo estaba allí, parada, frente a la escalera, sin poder moverme, con los ojos abiertos y sin parpadear, todavía intentando asimilar lo que acababa de ocurrir.

—Oh, Dios mío, esto es un bombazo —rio Graham, apuntando en su inseparable cuaderno algo que prefería no saber sobre lo que acababa de hacer Guste.

Narcisse estaba junto a él, con la boca tan abierta como la de Paulette, sin encontrar forma alguna de reaccionar.

Su padre iba a matarlo si aquella foto se publicaba.

Yo tenía veintidós años, me acababan de besar por primera vez y los dos hombres que pretendían haberlo hecho estaban igual de descolocados que yo.

Vi a Narcisse apretar los puños cuando su mirada finalme se posó sobre la mía y, de alguna forma, más que rabia, como demostraba Bastien, parecía que le dominaba la confusión y, tan solo tal vez, la decepción.

Guste se pasó el pulgar por el labio inferior, eliminando los restos de mi labial rojo con total naturalidad, como si su hermano no estuviera a punto de pegarle una paliza.

Me hubiera gustado estar en su cabeza por un momento, porque estaba tranquilo, indiferente, como si haberme besado hubiera significado lo mismo que sonreír a una mísera cámara.

Sin embargo, pude ver cómo las comisuras de sus labios se curvaban ligeramente, mostrando con sutileza una pequeña sonrisa.

—Te voy a matar —le advirtió su hermano, levantando el puño en el aire, listo para golpear el bello rostro de Guste.

Los que nos rodeaban no daban crédito a lo que sus ojos veían. ¿Tres hombres luchando, de alguna forma, por una simple diseñadora vestida de rojo? Aquello era impensable.

—Bast, para ya de sobreactuar, que te están mirando —dijo Guste con toda la serenidad del mundo.

Volví a girarme hacia Narcisse, totalmente desorientada. Él me observaba, cada vez más evidente que demostrando tristeza, cruzando los brazos sobre su pecho para, por primera vez desde que había entrado en aquella casa, bajar la barbilla. Debía de ser la primera vez en mucho tiempo que ningún Laboureche era objeto de todas las miradas y tal vez aquello era lo que le fastidiaba.

O tal vez era yo. Acababa de humillarle al dejar que Louis Auguste me besara. Su orgullo, lo único que había demostrado que tenía más fortaleza que su voluntad, acababa de acabar por los suelos por mi culpa.

Yo era su pareja. No real, pero lo era. Y, a ojo de todos los presentes, acababa de serle infiel de algún modo. Frente a él.

—Rata inmunda, animal rastrero, maldito asexual consentido, ¿sabes lo que me duele lo que has hecho? —gritó Bastien, obviando todo a su alrededor.

Acababa de llamar rata y animal a su hermano y él, tan impasible como siempre, me echó una ojeada, ladeando la cabeza para sonreír ligeramente, tal vez por primera vez desde que le conocía.

—Tan solo ha sido un beso —dijo, aunque parecía dirigirse a mí, de alguna forma.

Y él creía firmemente que era así, sin embargo, para mí, aquello que acababa de ocurrir significaba algo más. No tan solo era el hecho de que me habían robado la voluntad de elegir a quién quería besar por primera vez, sino que también había humillado a mi jefe y, además, de alguna forma, parecía haber herido a mi vecino.

Tan solo deseé que fuera un sueño y que nada de aquello hubiera ocurrido en la vida real, porque estaba empezando a parecerse a una telenovela y eso no me estaba gustando.

—Juro que va a ser la mejor portada de la Modern Couture desde la boda de César Laboureche —afirmó Graham, orgulloso de lo que había conseguido aquella noche.

Casi sin pensármelo, aparentando impasibilidad, empecé a subir las escaleras a toda velocidad, escapando de la realidad, que superaba con creces a mis peores pesadillas. ¿En qué momento había pasado de ser absolutamente nadie a la futura portada de la revista más influyente para la moda?

Nadie impidió que me alejara esta vez y yo tampoco me detuve, sujetando la falda de mi vestido a la vez que me alejaba, escuchando el barullo que se había formado en la planta inferior y algunos gritos que incluían mi nombre, aunque ni siquiera me digné a darme la vuelta.

No sabía a dónde estaba yendo, pero me daba completamente igual si aquello significaba alejarme de Narcisse, de Bastien, de Guste y de Graham y su séquito, porque no quería pensar en las consecuencias de lo que acababa de ocurrir, que probablemente me iban a afectar mucho más que tan solo un par de lágrimas.

—¡Aggie! —gritó una voz solemne, indudablemente la de ni vecino.

Manteniendo una respiración constante e intentando controlar el latido de mi corazón con mi mente en blanco, conseguí llegar al rellano, que me permitía dirigirme a la izquierda o a la derecha de la inmensa mansión.

Por alguna razón, recordé aquellas noches sola en Lyon, cuando mi madre desaparecía y no volvía hasta la madrugada, dejándome en la oscura y solitaria casa, donde me quedaba acurrucada en un rincón, esperando a que la noche pasara sin preocupaciones, lo único que necesitaba en aquel instante.

Aquello había sido un sueño. Debía serlo.

Me dirigí al oscuro pasillo de la izquierda, detectando una primera puerta entreabierta, que, sin pensármelo demasiado, acabó por convertirse en mi refugio personal, aunque no tuviera permiso ni ganas de entrar allí.

La luz se encendió sola, como si hubiera detectado mi entrada, y no pude evitar abrir la boca ante tal deslumbrante espectáculo.

Había una mesa de cristal tras una enorme vidriera que daba al exterior, completamente a oscuras, que a su vez estaba frente a unos seis o siete maniquíes ataviados con los vestidos más extravagantes y hermosos que mi mente jamás habría podido procesar.

Uno de ellos, en particular, llamó mi atención, el de la esquina izquierda, cuya única manga estaba compuesta por un gran y llamativo volante que se cruzaba por el escote en forma de corazón hasta la cintura, donde desaparecía junto a la costura lateral, dando paso a una falda de corte sirena igual a la mía, aunque de un color violeta muy oscuro, que, bajo la luz adecuada, podría haberse confundido con el negro de la noche.




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