Cuarente-Narciso día 27
—Pase, señorita Tailler —anunció mi jefe, detrás de la puerta, sin ni siquiera saber si era yo la que había tocado.
Me coloqué los mechones que habían caído sobre mi rostro detrás de las orejas, sin saber muy bien por qué necesitaba que estuviera allí un sábado por la mañana, a parte de por darme la mayor reprimenda de mi vida por el espectáculo que había creado el beso que Louis Auguste Dumont, dueño de la empresa rival, me había robado la noche anterior.
En pocas horas, Graham Gallagher se había convertido en el periodista más propenso a ganar el premio a la fotografía del año por la portada de su revista Modern Couture, probablemente la imagen más preciosa en la que jamás había salido, aunque, por desgracia, pegada a Guste Dumont.
—Buenos días —dije, tajante, abriendo la puerta con cautela, asustada por lo que podría encontrarme en aquella pequeña habitación.
Un par de focos circulares me apuntaban directamente, deslumbrándome al principio, evitando así que pudiera inspeccionar en los primeros segundos aquel lugar.
—Venga, entra, Agathe, desde allí no alcanzamos a verte —dijo la inconfundible voz de Graham, sin intentar ocultar su fuerte acento escocés.
Cuando me acostumbré al exceso de luz, comprobé que, efectivamente, Narcisse no era el único que se encontraba en aquel despacho.
Había tres hombres repartidos por la habitación con sus cámaras colgadas por una cinta del cuello, esperando poder capturar alguna fotografía que superase la anterior.
Un cuarto desconocido, tras la imponente silla en la que estaba sentado Narcisse, sostenía un gigantesco micrófono en el aire, entre mi jefe y yo, dispuesto a que hablara para que mi voz sonara nítida y no pobre y temblorosa, como tenía previsto usarla para rogar por mi puesto de trabajo.
Pero, claro, yo no dije nada.
Graham, con su inseparable libreta entre las manos, estaba apoyado en una de las esquinas del despacho, observando la reacción de Narcisse, quien hacía girar un bolígrafo plateado entre sus largos dedos, mirándome con la cabeza ladeada y media sonrisa que la cámara más cercana a él acababa de capturar.
—Señorita Tailler, me honra con su presencia —dijo, sarcástico, mi jefe, ignorando todo lo que ocurría a su alrededor.
No pude evitar mirar a Graham, sin comprender qué se suponía que era aquello a lo que me acababa de aventurar. Él tan solo asintió con la cabeza, como si me diera permiso para hablar.
—¿Por qué te fuiste sin decirme nada? —solté, yendo directa al grano. No pretendía formar parte del reality show que aquellos dos se habían montado.
—¿Y tú por qué besaste a Auguste? —inquirió, evitando responderme, con el ceño fruncido.
Pronto relajó su expresión facial, como si hubiera recordado que debía mantenerse impasible frente a las cámaras.
Yo estaba bastante incómoda entre tanta gente pendiente de cada uno de mis movimientos como para tener que soportar la desgana de mi jefe, quien, aparentemente, me había llamado para nada.
Si estaba enfadado e iba a despedirme, esa no era la forma de hacerlo público.
—Él fue quien me besó —aclaré.
Narcisse apretó la mandíbula. Estaba claro que no pretendía que yo me defendiera, sino que me pusiera de rodillas para rogar su perdón, siguiendo con su farsa de novia florero que, además, era infiel.
—Pero tú te dejaste —gruñó, apretando el bolígrafo con su fuerte y gran mano, casi haciéndolo desaparecer.
—Señor Laboureche, no le incumbe mi vida privada.
Él pegó un golpe a la mesa, del que pronto se arrepintió, pues Graham ya estaba escribiendo, emocionado, sobre lo que acababa de pasar.
Narcisse se levantó, imponente, demostrando que él controlaba la situación todavía, como si así me hiciera sentir pequeña y desprotegida frente a él y fuera a doblegarme.
—Resulta que sí que me importas —dijo, aunque pronto negó con la cabeza—. Me importa que te vayas morreando con otros tíos y, encima, lo hagas delante de mi cara. Eres mi novia.
—Verás, es que no soy tu novia —aclaré, fijando mi mirada en Graham, quien no parecía demasiado sorprendido.
—Sí que lo eres —vocalizó mi jefe con firmeza.
Vi cómo tragaba saliva con dificultad. Parecía nervioso de repente, como si se hubiera olvidado del propósito de tenerme en su despacho frente a él, rodeada de unos periodistas que, ciertamente, parecían estar menos interesados en nuestra conversación que yo.
—¿Por qué te fuiste? —repetí, rompiendo el silencio de varios segundos.
Él negó con la cabeza, como si no estuviera dispuesto a responder.
—Venga, contesta —le gruñó Graham desde el fondo de la sala, unos segundos después.
Uno de las cámaras se acercó a Narcisse un paso más, como si no fuera suficiente que sus dos compañeros no pararan de sacarnos fotos de todos los ángulos posibles.
Mi jefe miró al periodista y luego a mí. Estaba claro que, por alguna razón, no quería hablar del tema, aunque parecía que Graham no iba a dejar que su artículo terminara allí.
Insistió para que hablara y yo sonreí ligeramente, segura de que iba a ceder.
—Porque me humillaste frente a todos, Agathe —dijo, agachando la cabeza lentamente, llamándome tan solo por mi nombre.
Por supuesto y como yo ya había pronosticado, se había marchado porque le había herido en lo único que parecía importarle, que era, desde luego, su orgullo.
—Y fue Bastien quien tuvo que llevarme de vuelta a casa —le informé, provocando que Graham se riera ligeramente, escribiendo en su maldita libreta como si aquello fuera el guión de su más inspirador reality.
Respiré hondo, intentando ignorar lo que ocurría a mi alrededor, tan solo centrándome en Narcisse.
—Louis quiere aprovecharse de ti —soltó él, con firmeza.
Como siempre, Narcisse Laboureche volvía a dominar la situación.
—¿Cuándo vas a comprender que no puedes controlarlo todo? Ni mis sentimientos hacia ti, ni hacia Bastien, ni que Guste me besara frente a todos sin que tuvieras tiempo siquiera para reaccionar —le recriminé, cuando él ya parecía dispuesto a sonreír, victorioso.