Narcisse Laboureche seguía sentado sobre la mesa, con sus grandes y firmes manos apoyadas en el cristal, observándome con una sonrisa ladeada.
Era evidente que estaba disfrutando de la situación de verme allí plantada, totalmente conmocionada después de lo que acababa de pedirme, más frente a todas aquellas cámaras y focos, que me hacían sentir todavía peor.
Sabía a la perfección por qué me lo había pedido. Yo le había humillado besando a su implacable rival y ahora era su turno de vengarse, como un niño pequeño, haciéndome sentir impotente frente a Graham Gallagher, quien había aireado la historia de mi supuesta infidelidad con Louis Auguste Dumont y ahora estaba allí, expectante.
—Agathe, di algo, coño —gruñó el pelirrojo, haciéndome aspavientos con las manos para que me moviera.
El plan siempre había sido fingir una relación. Cogernos de la mano en el Marché aux fleurs había sido todo el contacto físico que Narcisse Laboureche parecía dispuesto a mostrar, e, incluso cuando me instigó a que ambos nos besáramos en la gala de la noche anterior, no lo había hecho con demasiado afán. Una fotografía para la prensa y poco más.
Sin embargo, ahí estaba mi jefe, sonriendo como si aquella situación le divirtiera, pese a que, desde la noche anterior, pocos quedaban que creyeran que él y yo tuviéramos una relación.
Vi a Narcisse parpadear lentamente, seguro y confiado de sí mismo, relamiéndose los labios mientras me observaba con superioridad. Era tan creído.
—Voy a estampar tu cara contra la suya a la de tres —murmuró el periodista, harto del silencio sepulcral que se había instalado en el despacho y de mi rígida postura.
—No somos nada —le susurré a Narcisse, segura de que el micrófono no estaba tan cerca como para haberlo escuchado.
—Eso es lo que te crees tú.
No lo dijo en voz alta, pero su mirada era tan intensa y había tragado saliva con tanta dificultad que dudaba que nadie se hubiera dado cuenta.
Él parecía seguro de que no iba a hacerlo que lo único que inspiraba aquella serenidad reflejada en su bello rostro era absoluta tranquilidad, con sus labios entreabiertos, desafiantes, y su mirada perdida aunque intensa, como la de la más bella escultura renacentista.
El David de Miguel Ángel, sin embargo, no tenía nada que envidiar a Narcisse Laboureche.
El tirabuzón rebelde que desequilibraba su peinado había vuelto a caer sobre su frente, haciéndolo ver más inocente y humano, que compensaba a la perfección con su rostro impasible y su postura forzada y estudiada.
Odiaba el hecho de que su intensa mirada me hiciera parecer subordinada ante su figura, como si pudiera controlarme, hacerme sentir inútil a su lado, cuando yo no era así.
Era tímida y patosa, pero no idiota. No iba a permitir que él siguiera creyendo que sí.
Apreté los labios y fruncí el ceño ligeramente cuando di un paso al frente, deteniéndome cuando mi falda tableada rozó sus rodillas.
Su rostro estaba a la altura del mío en aquella postura, por lo que olía a la perfección su caro perfume de Balmain mientras contaba los diversos lunares que yacían repartidos por su tostada tez, incluso aquella peca que decoraba su labio inferior, grueso y rosado.
No había olvidado que era mi jefe, el que tenía poder sobre mi trabajo y que era el que me había estado coaccionado durante las últimas dos o tres semanas para que fingiera tener una relación con él, aunque también era aquel idiota del autobús, el completo desconocido que nunca había intentado disimular su antipatía.
Y muy a mi pesar, era irremediablemente hermoso. Desde tan cerca, hasta podía dejar de pensar en lo mucho que había jurado odiarle por el simple aleteo constante de sus largas y espesas pestañas, tan bellas como lo era él. Y es que lo tenía todo a su favor para ser el hombre perfecto, pero había decidido ser un imbécil.
—No te atrevas —murmuró, asustado, cuando me acerqué un poco más, casi hasta que mi nariz rozó la suya.
Y, por eso mismo, yo lo hice.
Levanté ambas manos para colocarlas sobre su nuca y acercar su rostro al mío, para que nuestras bocas se fundieran en mi segundo y falso beso, provocando que mi corazón diera un vuelco.
Él se quedó rígido durante un segundo, incluso creí que sus ojos seguirían abiertos, porque, desde luego, le había pillado desprevenido y aquello le resultaba tan descabellado como a mí.
Una de mis manos se adentró en su frondoso cabello ondulado, provocando un ligero cosquilleo en las yemas de mis dedos que no me importaron demasiado.
Estaba besando a Narcisse Laboureche.
Sus labios, de pronto, aceptaron los míos y sentí sus manos deslizarse sobre mis caderas hasta la parte baja de mi espalda, tan solo para atraerme un poco más hacia él.
No supe por qué, pero aquello no provocó que quisiera soltarle.
Yo no sabía besar y, aún así, él se las ingenió para poder recorrer todos los centímetros de mis labios con los suyos, húmedos y expertos.
Mi corazón iba a estallar de un momento a otro. ¿Qué me estaba pasando?
Recordaba que había cámaras a mi alrededor y que Graham Gallagher, de quien había estado enamorada años atrás, estaba allí, observándonos como si fuéramos la escena de su telenovela favorita, pero a mí me daba completamente igual.
Narcisse desistió en la dulzura que proporcionaban sus suaves labios y, de pronto, sentí su lengua aproximarse a mi boca con desesperación.
Me estaba devorando y yo no podía apartarme de él.
Sus manos, firmes sobre mis caderas, acariciaban por encima de mi falda mi piel erizada, provocando que pequeños escalofríos recorrieran mi cuerpo como corrientes eléctricas que, de algún modo, parecían responder a lo que Narcisse estaba haciendo conmigo.
Me aparté ligeramente de sus labios para tomar aire y él abrió aquellos preciosos ojos castaños para fijar su mirada en la mía. Tenía las pupilas dilatadas y los labios aún más rojos e hinchados, como si se acabara de pelear con alguien.