Pos sí que soy dramática.
El asiento de cuero de la limusina de Guste Dumont empezaba a ser incómodo, ya que, debido al eterno calor que hacía allí dentro, parados en la acera frente a Laboureche, mi espalda se había pegado al vestido por el sudor y éste al asiento, algo que, desde luego, el millonario me iba a recrimina.
Estaba sonriendo a un hombre que no conocía, entre dos que hubieran preferido no hacerlo, intentando fingir que seguía creyendo que había sido una buena idea seguir con mi cabezonería después de la declaración de Narcisse. Aunque, en parte, era mi culpa, porque había sido yo quien le había besado.
—¿No salía usted con el heredero de la fortuna Laboureche, señorita Tailler? —preguntó François, dando un golpe a las cartillas que tenía entre las manos sobre su rodilla para alinearlas.
Me mordí el labio inferior ligeramente, intentando pensar antes que hablar, algo que, desde luego, mi jefe ignoraba.
—¿Por qué ma entrevista no puede ser en el maldito plató? —gruñó Bastien, interviniendo en algo a lo que yo no sabía responder, abanicándose con la mano.
—Porque está en obras —respondió Guste, redundante.
Sí, estaba entre los gemelos, en la limusina de uno de ellos, frente al presentador de televisión más mediático y con los nervios de punta, aunque también sudando como nunca antes, ahogándome con el precioso volante de mi hombro, con el que pensaba que iba destacar en el sofá que caracterizaba al programa, pero, en su lugar, estaba allí, acariciando el rostro de Bastien con la voluptuosa tela del vestido que me había confeccionado su hermano.
Ni siquiera había hombres con cámaras, tan solo el viejo LeMarshall con una grabadora y una lista de preguntas que parecía interminable, bajo una especie de cámara de seguridad que había en el techo de la limusina, que parecía ser lo que iba a dejar constancia de aquella entrevista.
—¡Encienda el maldito coche y ponga el aire acondicionado! —gritó Bastien, dirigiéndose al conductor, con terquedad.
Yo sabía perfectamente que la tensión que se había acumulado en su cuerpo no era debida al simple hecho de que hiciera calor. No me había dirigido la palabra desde que habíamos salido del edificio y dudaba que lo hiciera, porque, de alguna forma, parecía realmente afectado por la confesión de Narcisse.
Y yo cada vez me arrepentía más de haber besado aquellos jugosos y carnosos labios rosados, los cuales me habían aceptado de una forma en la que Auguste no lo había hecho y me estaba volviendo loca. ¿Qué narices me estaba ocurriendo?
El chófer, haciendo caso a las órdenes de mi vecino, puso en marcha el vehículo antes de incorporarse a la carretera.
Un suspiro de aire fresco me hizo estremecer de gusto, permitiéndome cerrar los ojos y disfrutar por una vez de respirar con normalidad.
—El señor Laboureche, su pareja —insistió François, pensando que me había olvidado de su pregunta.
Realmente tenía que afrontar las consecuencias de lo que había hecho. Si había besado a Narcisse por petición de César para conservar mi trabajo, no iba a dejar de hacerlo ahora.
—Sí —dije, escueta, colocando mis manos sobre mi regazo, mostrando mi manicura roja sobre la tela violeta.
Bastien carraspeó, camuflando una pequeña risa que, desde luego, no parecía demasiado natural.
—¿Tiene algo que añadir, señor Dumont? —preguntó François, dirigiéndose a él.
Guste, quien compartía apellido, se dio por aludido, pues fue él el que prestó atención al presentador.
—Que puede salir con quien quiera, pero nuestro beso fue el más comentado en Francia desde el que capturó Doisneau.
Le miré de reojo y él estaba sonriendo con satisfacción.
—Y eso es lo que querías, ¿no, Guste? Ser el centro de atención, robarle protagonismo a Narciso y hacer lo que fuera por ser tú el que saliera en aquella portada —se inmiscuyó Bastien, sin siquiera mirarlo.
Su tono de voz denotaba mucho más que molestia y enfado, casi rencor, del profundo y más odioso.
Un trueno desde el exterior fue la respuesta que Bastien necesitaba para callarse, pues se dio la vuelta hacia la ventana y apoyó la barbilla sobre su puño cerrado, apretando los labios, incómodo.
La lluvia empezó como una suave cortina que golpeaba con dulzura las ventanas polarizadas de la limusina, como si quisiera acariciarnos, hacernos compañía.
—En cuanto a ese beso a todos nos gustaría saber qué impulsó a alguien como usted, con una vida íntima demasiado privada, besara frente a todos a la pareja de tu rival —inquirió el presentador, rompiendo el silencio incómodo que se había formado.
Miré a Guste y, para mi sorpresa, él también había posado sus increíblemente azules ojos sobre mí. Parecía intentar buscar palabras para referirse a mí, de una forma que, tal vez, no ofendiera a nadie, algo que, por lo visto, se le daba demasiado mal hacer.
—Invité al señor Laboureche a mi fiesta como una declaración de paz —aclaró, volviendo a mirar a François—. Sabía que la señorita Tailler... Es decir, Agathe, trabajaba para él y que se rumoreaba desde que ella entró a formar parte de los Selectos que mantenían una relación, aunque Narciso... Narcisse, lo hubiera desmentido hasta hace un par de semanas, cuando empezó a hacer apariciones públicas con ella, como aquella vez en el Marché aux fleurs —expuso, tal vez con demasiado detalle.
—Eso no explica por qué la besó a ella —intervino el presentador.
Desde luego que aquella entrevista no iba a ir sobre moda, ni mi carrera, ni cómo había logrado una chica normal, con una carrera normal y una vaga experiencia acabar siendo una Selecta y debería de haberlo comprendido antes de dejar allí tirado a mi jefe, quien debía de estar odiándome todavía más desde su despacho, tal vez haciéndome vudú.
Guste, que era bastante impredecible, se tomó su tiempo para responder, como si intentara encontrar la contestación perfecta y cortante que, por naturaleza, solía ofrecer.