Mi primera intención fue saltar por el balcón. De hecho, no iba a ser la primera ni la segunda vez que lo hacía, pero, al final, me eché atrás.
No podía confiar en mi estabilidad si alguien no estaba para ampararme, como lo había hecho Bastien las últimas dos veces, así que preferí optar por bajar a la calle como cualquier persona normal.
Tras la marcha de Guste, lo único que hice fue peinarme y quitarme el ridículo pijama para enfundarme en un sencillo vestido estival, algo demasiado arriesgado para aquel día ventoso, aunque yo ni siquiera había recaído en ello. Tenía ganas de ver a Bastien, hablar con él y... besarle.
Porque sí, la sensación de sus labios húmedos por la lluvia sobre los míos había sido increíble, pero necesitaba tenerlo a mi lado, saber que lo que había dicho no había sido por despecho y que, en efectivo, él había querido besarme. A mí. Sin ningún incentivo como lo habían hecho Guste y Narcisse.
Salí de casa con el único complemento de mis dos llaves colgadas como anillo en mi dedo anular y sonreí por primera vez en mucho tiempo, al darme cuenta de lo mucho que había cambiado en tan poco tiempo.
La puerta se cerró detrás de mí y, cuando lo hizo, fue cuando advertí a aquella mujer apoyada en la pared, con los brazos cruzados sobre su inseparable bata y mirándome con desaprobación.
—¿Necesita algo? —pregunté, viendo cómo mi vecina se despegaba a la pared para acercarse a mí.
Borré mi sonrisa al encontrarme con su dedo acusador frente al rostro, amenazante.
—Cuatro. ¿Te crees que no los he contado? —gruñó, como si yo tuviera que darle explicaciones.
Me encogí de hombros, dándole a entender que no sabía de lo que me estaba hablando y me decidí a esquivarla para continuar con mi travesía.
Ella, hábil como pocas a su edad, volvió a colocarse frente a mí, negando con la cabeza, dejando claro que, por supuesto, no iba a dejarme marchar tan tranquila.
—¿De qué me está hablando, señora?
Mi vecina volvió a cruzarse de brazos, levantando la barbilla, tal vez para intimidarme.
—De tus novios.
Abrí los ojos con sorpresa, esperando que añadiera algo más, aunque, por supuesto, no lo hizo.
—Verá —espeté—, no le importa mi vida privada.
Sonrió ligeramente cuando consiguió obstaculizarme el paso una vez más. Si daba un paso atrás, iba a caerse por las escaleras, aunque a ella no parecía importarle demasiado.
—Primero el buenorro del de enfrente, ese que tiende la ropa descamisado; luego, Narcisse Laboureche, el niño rico que sale en el periódico cada día; el pedazo de chino de espalda ancha que te miraba el culo cuando subíais por las escaleras y ahora el hermano del vecino, ese con el que te morreaste para una revista. ¿Qué eres, polígama? —soltó, en un tono soez.
Fruncí el ceño, mostrando mi enfado apretando los puños a ambos lados de mi cuerpo. ¿Qué creía que estaba haciendo aquella mujer?
—Métase en sus asuntos.
Ella, satisfecha por verme molesta, sonrió.
—No sé qué es lo que hace que atraigas a los hombres, porque basta mirarte, pero... A mí no me engañas. Eres una prostituta y sabes perfectamente que está prohibido en este edificio realizar tales... Ejercicios —dijo con sorna.
Iba a empujarla yo misma por la escalera si no me dejaba en paz de una vez.
—Tal vez debería de empezar a vivir su propia vida y dejar en paz a los demás. Es usted insoportable —contraataqué.
Ni siquiera iba a defenderme, porque alguien como ella no merecía mis explicaciones, así que tan solo la aparté, sin permitir que abriera la boca y bajé las escaleras, huyendo de sus suposiciones indecentes.
La oí gritar, indignada, pero a mí me dio igual. ¿Quién se creía aquella mujer para estar controlándome a mí y a los que subían a mi apartamento? Incluso a los que no lo hacían, de hecho.
Salí a la calle como una exhalación, dándome cuenta de por qué había sido un error aquello de ponerme el vestido de flores, aunque no fue suficiente para distraerme en mi cometido.
Bajo el abrasador sol de finales de verano y arropada por el cálido viento que cada vez se iba alzando con mayor violencia, doblé la primera esquina a la izquierda, sujetándome los bajos de mi vestido con toda la dignidad que pude.
Me acerqué al imponente edificio blanco que había justo detrás del mío, el cual, a pesar de estar tan cerca, parecía de un distrito completamente distinto, más moderno, más restaurado y mucho más adaptado al estilo de vida que llevaba Bastien que el que llevaba yo.
Decidida, avancé hacia el portal, aunque antes de que pudiera acceder a él, se abrió con violencia, descubriendo una figura masculina saliendo a toda velocidad, sin advertirme, evidentemente demasiado enfadado como para prestar atención a nada a su alrededor.
Me detuve, a la par sorprendida y curiosa, cuando le vi girar hacia la derecha, siguiendo el largo recorrido de edificios con la cabeza gacha y pateando todo lo que se interponía en su paso.
Llevaba el cabello rizado y alborotado, rebelde como sus patadas al suelo, aunque también terriblemente atractivo como todo en él.
Su camisa ajustada mostraba la inmensidad de sus hombros fornidos, así como lo delgada que era su cadera, oculta bajo aquellos pantalones beis que, por alguna razón, parecían quedarle cortos, por encima de sus tobillos, bronceados como el resto de su cuerpo.
No pude evitar seguirle con la mirada, esperando, tal vez, alguna señal para actuar, aunque solo había una cosa que me rondaba la cabeza.
¿Por qué acababa de salir Narcisse Laboureche del edificio de mi vecino?
Negué con la cabeza, evitando así empezar a hacer conjeturas, aunque de pronto recordé los gritos desde el interior del apartamento de Bastien y no pude evitar relacionarlos con él.
Mi jefe se había estado peleando con mi vecino, por alguna razón que desconocía y, por eso mismo, me atraía enormemente.
Eché un último vistazo al portal de cristal y hierro forjado antes de decidirme a seguir a Narcisse.