Querido jefe Narciso

Capítulo sesenta y siete

Estornudé, golpeándome la frente con ma mesa llena de retales, provocando que me despertara casi al instante.

Oí a Jon reírse por lo bajo, mirándome de reojo, fingiendo que seguía escuchando las instrucciones de mi jefa sobre cómo iba a organizar nuestro desfile en la Semana de la Moda, a escasos días, demasiado pocos para que yo no tuviera listo absolutamente nada.

Me froté el ojo derecho a la vez que reprimía un bostezo, completamente agotada, porque aquel cumplía los cuatro días sin dormir, lo que me estaba convirtiendo en una completa inepta.

Pensé en que tal vez solo había soñado —o alucinado, en su defecto— con Narcisse, con todo lo que había ocurrido entre nosotros la mañana anterior, pero algo en mí sabía que aquello había sido real, para bien o para mal. Todavía recordaba la calidez de sus labios y la salvajidad de sus actos, que mostraban lo poco que le importaba lo que ocurriera a su alrededor mientras pudiera seguir besándome.

Me ruboricé con el solo pensamiento y tuve que ocultar mi rostro entre mis manos para evitar que el Selecto que me acechaba pudiera advertirlo.

Hacía más de un día que no veía a mi jefe, desde que le dejé arreglar un par de asuntos que no quería que me incluyeran en su despacho y también había evitado a Bastien aquella misma tarde, cuando había ido hasta mi casa para tocar ininterrumpidamente el timbre durante cinco largos minutos. ¿Qué iba a decirle? Él seguía creyendo que odiaba a Narcisse y que por quien sentía algo era por él, algo que tampoco era demasiado descabellado. Mi vecino se había preocupado por mí y lo llevaba demostrando tantas veces que las palabras de Narcisse en su contra tan solo me estaban volviendo una completa paranoica.

—¿Te lo has pasado bien? —preguntó Jon de repente, sacándome de mi ensoñación.

Giré la cabeza hacia él, sorprendida. Alcé las cejas de forma inquisitiva, observando su semblante serio e impasible, como si no acabara de sugerir absolutamente nada.

—¿Perdona? —inquirí, cercionándome de que le había oído bien.

—Llevas días durmiéndote en las reuniones —indicó.

—Bueno, es que... —empecé, intentando buscar una excusa decente.

—No hace falta que me lo digas —me interrumpió, ensanchando una sonrisa que provocó que sus ojos almendrados acabaran formando dos líneas negras sobre sus ojos—. Yo también trabajo mejor a solas, sin la presión de los demás Selectos.

Sentí mi corazón bombear con normalidad de nuevo. Mis manos estaban sudorosas y, por eso mismo, las había empezado a frotar contra mi falda de satén, aunque detuve el movimiento en cuanto me di cuenta.

Suspiré. Él nos había visto a Narcisse y a mí besarnos en su despacho el sábado anterior y dudaba que no hubiera sacado sus propias conclusiones sobre por qué aparecía cada mañana somnolienta, aunque realmente tan solo había estado trabajando.

Asentí con la cabeza para darle a entender que tenía razón y él tan solo se encogió de hombros, devolviendo su atención a la jefa de taller, quien, animada mostraba con emoción los diseños de la temporada pasada.

Por primera vez en un día, conseguí centrarme en algo que no implicara a Narcisse y su... entrepierna. Realmente me había roto los esquemas con aquella forma de demostrar su supuesto amor.

Agarré con desgana mi cuaderno de diseño y lo dejé sobre la mesa, abierto por la página en la que había intentado replicar el diseño que había quedado bajo la estantería de las telas azules y que, probablemente, jamás iba a recuperar. La nueva versión era parecida, aunque había algún detalle que había cambiado debido a que ni siquiera le acordaba de mi propio boceto.

—Buenos días, tía Claud —rugió el jefe al atravesar el marco de la puerta, haciendo una estelar aparición a una hora que no le correspondía.

—Oh, Narciso, vete de aquí, estamos trabajando —le indicó Claudine, sin mirarle siquiera, continuando con su presentación de diseños.

Levanté la mirada de mi boceto hacia Narcisse y sentí una punzada en mi estómago, como un golpe de realidad. Sí, él estaba allí y sí, me estaba observando con aquellos bellos ojos castaños, haciendo aletear sus largas y oscuras pestañas a la vez que una pequeña sonrisa se formaba en su rostro.

—Yo también vengo por trabajo —le reprendió, colocándose junto a ella.

Vi a Claudine poner los ojos en blanco antes de girarse hacia su sobrino bisnieto, con cara de pocos amigos. No era una mujer malhumorada, en absoluto, pero estaba claro que le molestaba la presencia de alguien que no fueran sus Selectos en su horario de trabajo.

—¿Y qué es lo que quieres, exactamente? Porque que yo sepa, en la reunión de anoche pudimos hablar sobre todo lo que concierne a...

—Necesito hablar con la señorita Tailler en mi despacho. Es urgente —la interrumpió, con la voz firme y confiada, apartando su mirada de mí para fijarla en ella.

Yo cerré los ojos a la vez que apretaba los labios, intentando no morirme de la vergüenza al saber que todos se habían dado la vuelta hacia mí. Incluso Michele, que nunca parecía querer meterse en ningún asunto que no le incumbiera, había dirigido sus ojos negros hacia mí.

—Oh, Dios mío... —oí murmurar a Jon, antes de escuchar como intentaba contener su pequeña carcajada.

—Y yo necesito terminar mi presentación. Hazme el favor y espera al descanso, quedan... Dos horas. Todo puede esperar —dijo la jefa sin titubear.

—Siempre habéis sido seis Selectos y os las habéis arreglado. Porque me la lleve media hora nadie morirá —le respondió Narcisse, con absoluta impasibilidad.

Cuando tuve el valor para levantar la mirada de nuevo hacia él comprobé que él también lo había hecho y, sin ningún reparo, se relamió el labio inferior, delante de todo el mundo.

Debía de estar rojísima, pues me ardían tanto las mejillas que podrían haber freído un huevo en ellas sin ninguna clase de problema.

—Oh, madre mía, qué horror —espetó Claudine—. Venga, idos, haced lo que tengáis que hacer pero fuera de mi taller.




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