César Laboureche estaba sentado donde solía hacerlo su hijo, con las manos entrelazadas sobre la mesa y el semblante serio, observando con detenimiento el escritorio de Narcisse.
Parecía que la urgencia por la que había ido a buscarme, supuestamente, era real. Y creo que tenía alguna idea sobre hacia dónde podía ir aquella historia.
—Sentaos —ordenó, sin darnos el beneficio de la duda.
La imponente oscura mirada de César nos atravesó a ambos, acompañando su necesidad de controlarnos y, cuando Narcisse se dio cuenta de ello, alcanzó mi mano y entrelazó sus dedos con los míos, tal vez para demostrarle algo a su padre.
El señor Laboureche suspiró sonoramente antes de apretar el puente de su nariz entre su índice y su pulgar, cerrando los ojos para mostrar su desaprobación.
Narcisse empezó a apretar mi mano con fuerza, más de la que yo podía soportar y quise soltarle, pero él seguía agarrándome posesivamente, sin permitir que me alejara de él bajo ningún concepto.
Me giré hacia él para advertirle de que me estaba haciendo daño, pero pronto vi su rostro, con la mirada al frente fija en su padre, su tensa mandíbula y en la forma en la que la nuez de su cuello se movía de arriba abajo mostrando su nerviosismo.
—Gracias por subir, señorita Tailler. Comprendo más que nadie el estrés de la Semana de la Moda y cómo mi tía abuela puede llegar a influir en los ataques de ansiedad de sus Selectos, pero sabe perfectamente que necesitaba hablar con usted desde el sábado. Supongo que comprenderá la gravedad de la situación —dijo, levantándose, señalando los sillones frente al escritorio con insistencia.
Tragué saliva. La voz de aquel hombre me inspiraba muchas cosas, pero precisamente confianza y templanza no eran dos de ellas.
—Pensaba que iba a ser otra entrevista con Graham, papá —murmuró Narcisse entre dientes, apretando mi mano todavía más. Yo le tomé del brazo con la que tenía libre y le zarandeé ligeramente para que se diera cuenta de que me estaba haciendo daño.
Pronto, sentí su mano relajarse y también lo hizo la mía. Un cosquilleo en la yema de los dedos me anunció que casi me había quedado sin circulación, aunque mi corazón tampoco parecía muy por la labor de ayudar.
—Oh, no, no quiero otro numerito de besos falsos que parecen reales en un despacho un sábado por la mañana como dos amantes bandidos —expuso César, pegándole una pequeña patada al sillón de la izquierda, insistiendo de nuevo en que lo ocupáramos.
Mi jefe prácticamente me arrastró con él hacia el escritorio y ambos nos sentamos, casi a la vez, bajo la atenta mirada del publicista, quien no relajó su ceño hasta que nos vio a ambos frente a él.
Se sentó él también de nuevo e hizo arrastrar su gran sillón para acercarse a la mesa de nuevo, alcanzando el ordenador portátil que había a su derecha y dándole la vuelta para que ambos lo viéramos.
Y allí estaba yo, con mi impresionante vestido rojo, de perfil, como una princesa Disney, bajo aquella imponente escalera y sujeta por la gran mano de Guste, cuyos dedos se hundían en mi pelo y cuyos labios devoraban los míos sin miramiento.
Sentí una punzada en mi estómago, a la ves que Narcisse soltaba mi mano, como si quemara, casi al instante.
No me había atrevido a observar aquella portada con detenimiento, principalmente porque era yo la que la protagonizaba. Sin embargo, debía reconocer que era preciosa. Preciosa y una traición al pacto con Laboureche.
—Entiendo perfectamente que no os aguantéis. De hecho, comprendo que nadie pueda soportar a Narcisse en ninguna de sus facetas, pero de eso a besar a otro hombre frente a toda Francia cuando finges quererle a él, me duele hasta a mí —indicó César, sin apartar la imagen en la que estaba absorta.
—Fue Louis Auguste quien me besó a mí. Me pilló desprevenida y...
—Y te besó para que Graham Gallagher tuviera portada en su maldita revista y dar una estupenda publicidad de lo fieles que son nuestros Selectos —concluyó el mayor de los Laboureche—. Yo no te obligué a besuquear a mi hijo, tan solo te pedí que hicieras parecer que aquella falsa relación que os envolvía pareciera real. Y, desde luego, eso ya es imposible desde el viernes.
Narcisse carraspeó, aunque se había mantenido callado durante algunos minutos. Su mirada estaba fija en la fotografía y su pierna derecha había empezado a moverse arriba y abajo con nerviosismo.
—Llamé a Graham para comprarle la imagen pero Louis ya le había pagado para que saliera a la luz.
Sentí como si me acabaran de golpear el estómago al oír aquello.
—Sí, y sé que Auguste pagó también a otro fotógrafo para que las fotos de "tu chica" con Sébastien no salieran a la luz como lo hicieron las suyas —dijo César, muy calmado, aunque por cómo soltaba las palabras se veía que estaba enfadado.
Narcisse cerró los ojos para inspirar aire con lentitud, que luego expulsó por la boca, tal vez intentando mantener la calma.
—Yo no quería que nada de esto ocurriera —aclaré, mirando a mi jefe de reojo.
¿A qué había ido a Laboureche en realidad? ¿No era a ejercer como Selecta, a diseñar como siempre había querido? Porque acababa de darme cuenta de que lo único que no había hecho desde que había entrado semanas atrás en aquella empresa era lo único a lo que había aspirado y, de repente, me había visto envuelta en una especie de telenovela a la cual yo nunca había accedido a participar.
—Lo sé, señorita Tailler. Estaba advirtiendo a mi hijo de lo que acaba de provocar com su indiferencia —espetó César, apoyando su barbilla en sus puños, observando a mi jefe con interés.
—Papá, por favor, Graham tiene nuestra portada y yo...
—¿Te refieres a esa imagen pseudoerótica en la que le metes la lengua a consciencia a la pobre chica? Sí, la he visto —le interrumpió, mostrando aquella misma fotografía que estaba describiendo en la pantalla del ordenador.
Casi se me paró la respiración. Volvía a ser yo, pero ya no era una princesa de Disney y tampoco parecía digna de ser apta para todos los públicos. Mis dedos enredados en el cabello ondulado de mi jefe, él tirando de mi labio inferior con lujuria, apretándome contra su cuerpo en una postura sugerente y fogosa.