Querido jefe Narciso

Capítulo setenta

El timbre sonó, despertándome de un sueño profundo.

Me froté el ojo derecho con la mano, bostezando sonoramente. ¿Por qué últimamente parecía que todo el mundo tenía la cruel manía de aparecer por las mañanas a interrumpir mi merecido descanso?

Intenté ver la hora que marcaba el reloj, pero mi habitación estaba demasiado oscura como para poder visualizar nada.

Volví a bostezar con la segunda vibración del timbre y, finalmente, me incorporé, con los pies descalzos en el suelo de madera, dándome cuenta de lo mucho que me dolía la cabeza.

Y no era para menos, pues me había costado horrores dormirme y estaba segura de que no debía de hacer ni cinco horas desde que había logrado conciliar el sueño, como los últimos cuatro malditos días de mi vida.

Me fui peinando con los dedos a la vez que intentaba ganar estabilidad mientras avanzaba por el pasillo, con los ojos medio cerrados e intentando llegar hasta la puerta de una pieza.

Ni un solo rayo de sol se colaba por las persianas y me sorprendió mi propia deducción sobre que todavía debía ser de noche.

¿A quién se le ocurría aparecer por mi casa antes del amanecer?

Sin pensármelo, apreté el botón que desbloqueaba la puerta de la entrada, demasiado confiada incluso para ser yo misma.

Podía tratarse de cualquier loco, de un asesino, de un ladrón o, todavía peor, de la loca de mi vecina, aunque, claro, ella entraba en el primer paquete. Sin embargo, algo en mí me decía que quien iba a encontrarse tras la puerta no iba a intentar asesinarme, aunque tal vez confiaba demasiado en mis instintos.

Me crucé de brazos, frente a la puerta, esperando a que sonara el timbre para poder abrir, deseosa de poner una mirilla o de haber intentado preguntar de quién se trataba.

Finalmente y tomando conciencia de lo que podía pasar si abría aquella puerta, coloqué la mano sobre el frío pomo de metal, justo en el momento en el que el timbre resonó en todo mi pequeño apartamento.

—Te pedí que volvieras y no lo hiciste —gruñó él, tambaleándose de un lado a otro, aunque tan solo pude intuir su silueta.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo entero al oír su voz y no pude evitar soltar un pequeño sonido extraño cuando me empujó para poder entrar en el apartamento, provocando que mi espalda chocara dolorosamente contra el mueble en el que solía dejar las llaves y en el que antaño había colocado mi bote de sal favorito.

Cerré los ojos como acto reflejo al sentir el golpe en mi pobre espalda magullada y, cuando volví a abrirlos, la luz ya estaba incómodamente encendida.

Narcisse cerró la puerta detrás de él con violencia, algo que debía de haber despertado a todo el vecindario de golpe y, acto seguido, me apuntó con el dedo índice, amenazante.

Su cabello mojado rociaba las gotas de lluvia sobre su frente, las cuales se deslizaban por todo su bello rostro con lentitud, permitiéndome seguir su recorrido para advertir las violáceas ojeras bajo sus ojos castaños y la palidez de sus labios siempre rosados. Parecía un fantasma frente a mí, como si alguien le hubiera eliminado la vitalidad de su divino rostro para recordar su lado mortal.

Le cogí de la muñeca para obligarle a bajar el dedo que me apuntaba, notando la frialdad de su piel, y le obligué a apartarse hacia un lado, dejándome espacio para incorporarme.

Sin embargo, él no tan solo no se apartó, sino que acabó por caer sobre sus rodillas en un golpe secó que me hizo estremecer de nuevo.

No tenía tanta fuerza como para haberle hecho caer.

Negué con la cabeza y di un paso atrás, para alejarme de él, quien estaba actuando como un completo demente, mirándome desde abajo con furia contenida y gruñendo como si fuera un maldito perro.

—No, espera, no quería que esto fuera así. No te vuelvas a marchar —suplicó, con la voz áspera, cuando intenté alejarme un poco más.

Intentó incorporarse, sosteniendo el peso de su cuerpo en su codo derecho. Su camisa azul estaba casi tan mojada como su cabello y se pegaba a su piel sin sutilezas y sus pantalones de pinzas estaban manchados, tal vez de barro, aunque no podía estar segura.

Advertí los cordones desatados de sus zapatillas y supuse que el que pareciera un vagabundo se daba a que debía de haber tropezado con ellos, aunque tampoco se lo pregunté.

—No puedes aparecer de repente en plena noche para amenazarme, Narcisse. Sé que no hice bien en marcharme del despacho, pero entiéndeme, aquella situación me estaba sobrepasando —dije, sintiendo repentina lástima por él y agachándome a su lado para tenderle una mano e intentar que se apoyara en mí para levantarse del suelo.

Él me miró como si estuviera loca y luego negó con la cabeza.

De pronto, descubrió en su mano izquierda una botella de Bourbon a la que tan solo le quedaba poco más de un cuarto de alcohol y me la tendió, como un niño pequeño al ser descubierto por sus padres por estar haciendo alguna travesura.

—¿Estás borracho? —pregunté, aunque podría haberlo adivinado minutos antes de que me mostrara su botella.

Él me observó, tal vez arrepentido, cuando me agaché junto a él y me coloqué de rodillas para estar a la altura de su rostro, observándole con preocupación.

Él intentó sentarse, aunque vi su equilibrio y su fortaleza escaparse cuando se acercó la botella de cristal a los labios e intentó beber de un trago todo lo que había en su interior.

Conseguí agarrar la botella antes de que se desmayara allí mismo y ni siquiera fingí sorpresa al ver que se trataba de un Four Roses de 1956, porque él no podía ser sencillo ni para emborracharse.

¿Cuánto debía de valer aquella botella? ¿Quinientos euros? Estaba segura de que más, aunque ese era el mínimo de mis problemas.

Dejé el Bourbon detrás de mí, asegurándome así de que no pudiera alcanzarlo y él me tomó de las manos. Estaba frío, probablemente demasiado, y todo él temblaba.

Estuve tentada a levantarme e ir a por una manta para él, pero no iba a permitírmelo con su fuerte agarre.




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