Querido jefe Narciso

Capítulo setenta y uno

QUERÉIS HACER EL FAVOR DE LEER LAS NEGRITAS, QUE ERA UNA BROMA LO DE "FIN" Y LUEGO LO DIJE :/ La decepción, la traición, y yo que me esfuerzo por ser graciosa.

—Soy Louis Auguste Dumont y exijo que se me trate con un mínimo de respeto, señora —dijo tras la puerta de mi apartamento mientras removía mi taza de café.

Acababa de volver de trabajar y ni Narcisse ni yo habíamos hecho amagos por vernos el uno al otro. No era necesario, en un edificio tan grande y con tantas plantas, estando yo en el sótano y él en el ático.

La abrumadora historia de Narcisse me había tenido pensando toda la mañana, porque, al menos aquella noche o lo que quedaba de ella, sí que había conseguido conciliar el sueño.

Era difícil ponerse en la piel de mi jefe. Él me había confesado que había matado a una chica y, aunque yo hubiera insistido en que se trataba de un accidente, el parecía estar convencido de lo contrario. Sin embargo y a pesar de que yo jamás se lo hubiera exigido, había tenido suficiente confianza en mí como para poder contármelo, con lágrimas en los ojos, a la espera de que lo comprendiera. Y lo había hecho, en parte.

También estaba el tema de mi vecino. Era imposible evitarle, ya que él me había besado tras confesarme sus sentimientos y yo estaba tan confusa y en una situación tan surrealista que me era imposible pensar con claridad.

¿Qué le iba a decir a él si elegía a mi jefe? ¿Qué iba a explicarle a Narcisse si me decantaba por mi vecino?

No obstante, quien se encontraba detrás de la puerta era Guste y no alguno de mis dos imponentes pretendientes.

—¡Que no me toque, maldita sea! —gritó el gemelo Dumont desde el descansillo.

Tomé una gran bocanada de aire antes de decidirme a abrir. Por el propio bien del dueño de Louis XIX, tenía que salvarle de mi vecina, quien, a saber por qué, se encontraba enfundada en su inseparable bata agarrando el brazo del pobre Guste, a quien parecía que le iba a dar un infarto.

—Oh Dios mío —espeté, al ver cómo mi lujuriosa vecina fruncía el ceño por el esfuerzo de estar intentando arrastrar a Guste con ella.

Dejé la taza de café sobre el mueble que había detrás de mí y me volví a girar para observar aquella grotesca escena, la lucha de Louis Auguste por colocarse la americana que mi vecina la loca intentaba arrancarle.

—¡Te he elegido a ti! ¡Tienes que ser mío! —chilló la loca del segundo piso, como si Guste, con un terrible gesto de asco marcado en su esculpido rostro, fuera un objeto con el que poder satisfacer sus necesidades.

—¡Que no me toque! Me cago en su vida y en la de la madre que la parió —pronunció el afectado entre dientes,  agarrando la mano de mi vecina para apartarla de su brazo.

—Te necesito solamente a ti, ¡esta furcia ya tiene a todos los demás! —exclamó con envidia la maldita loca, quien, con el intento de zarandeo por parte de Guste, se había separado ligeramente de él.

—La voy a denunciar por acoso sexual, intento de secuestro y declaración de violación —dijo con firmeza el gemelo de mi vecino, consiguiendo deshacerse de ella por completo.

Sin darle tregua a la vecina, se abalanzó sobre mí, apoyando su antebrazo justo donde se encontraba mi pecho para hacerme retroceder y poder entrar en mi apartamento y cerrar la puerta detrás de él.

Apartó su brazo casi tan rápidamente como hacía rodar las llaves que colgaban de la cerradura, apoyándose en la puerta con una sonrisa triunfal en el rostro, respirando agitadamente por el esfuerzo.

El espacio era tan estrecho entre ambos que nuestras rodillas se tocaban, aunque no pareció darle la más mínima importancia, porque inmediatamente me aparté.

Bajé la mirada hacia mis pechos, sin saber qué decirle ahora que él respiraba con mayor tranquilidad.

—Me has tocado las tetas —murmuré, porque fue lo primero que me vino a la cabeza.

Él, alarmado, se irguió, girando la cabeza hacia mí aunque observando algo que, desde luego, no era mi rostro.

Mi blusa de hombros caídos debía de haberle llamado la atención, porque estuvo varios segundos observándola en silencio antes de que sus orejas se enrojecieran, tal vez por la vergüenza.

Pensaba no darle importancia a aquello, porque era el mínimo de mis problemas, pero sus ojos azules entraron en contacto con los míos y no fueron tan solo sus orejas las que se sonrojaron entonces.

—Lo siento, yo no quería tocar tus... Delanteras —murmuró con pudor, apartando la mirada de pronto.

Sonreí ligeramente, aunque él no iba a verme con la cabeza girada hacia el lado contrario.

—No, no pasa nada, solo...

—Ay, joder, no tendría que haberte empujado. No habría violado tu espacio personal ni te habría manoseado, perdóname —me interrumpió, tras carraspear.

—Si no lo hubieras hecho, el violado serías tú —reí, intentando que se olvidara del asunto.

Él negó con la cabeza, volviendo a mirarme, esta vez con el rostro tan pálido como siempre.

—Gracias por salvarme de la señora. Me ha tocado, ¿sabes? A mí, Guste Dumont. Imperdonable —pronunció dramáticamente, sacándome una sonrisa que él intentó imitar poco después.

Cogí el café que había dejado sobre el mueble y me dirigí hacia el sofá para sentarme inmediatamente, apoyando el tobillo derecho sobre el izquierdo, intentando no mover las piernas nerviosamente como solía hacerlo cuando estaba agobiada.

—Puedes sentarte, si quieres —le indiqué, bebiendo un sorbo de mi ardiente brebaje.

Él asintió con la cabeza y se acercó a mí, aunque sentándose todo lo lejos que pudo, ajustando su corbata verde bosque bajo el cuello de su camisa.

Me debió de ver observando el bonito accesorio firmado por el logo de Louis XIX, una L entre dos X, como siempre, justo en el nudo de la corbata, en un tono dorado que era de todo menos discreto, porque pronto me la mostró con orgullo.

—Nueva colección, inspirada en vuestra prueba estúpida de Selectos —rio, acariciándola, cambiando de tema radicalmente.




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