Querido jefe Narciso

Capítulo setenta y tres

Hacía un día entero desde que me había encerrado en mi casa y, la verdad, a cada hora que pasaba estaba más segura de que aquel era mi lugar favorito.

Había llamado aquella mañana a la recepción de Laboureche para informar sobre mi delicado estado de salud al levantarme y nadie pareció necesitar un informe médico para acceder a darme el día libre y yo lo agradecí inmensamente.

Lady S dormía sobre mi regazo por primera vez desde hacía mucho tiempo y ni siquiera me molestaba el hecho de estar en el suelo con las piernas estiradas y la espalda apoyada incómodamente en el sofá, porque la simple imagen de mi ardilla disfrutando de su sueño profundo mientras yo acariciaba su suave pelaje era enternecedora y merecía toda mi atención.

Bastien había intentado hablar conmigo por todos los medios, gritándome a través del balcón, enviándome decenas de mensajes que ni siquiera había abierto, llamándome una docena de veces por si acaso no me había dado cuenta la primera y yendo hasta el portal de mi edificio en dos ocasiones en menos de veinticuatro horas. Estaba claro que nada de lo que pudiera decir a partir de entonces fuera a influir en mis pensamientos sobre él y no podía permitir que su hipnótica sonrisa y sus hermosos ojos grisáceos me hicieran cambiar de opinión.

Yo había sido solo otro de sus trabajos de seducción para él, un reto que, por descontado, iba a conseguir, porque Louis Sébastien Dumont era un maestro en eso de llevarse a las mujeres a su terreno y yo, aunque no me hubiera acercado a su cama, me sentía tan imbécil y usada como si hubiera ocurrido.

Nunca desconfié de él. Yo empezaba a... Y me falló, y me fastidiaba reconocer que el que me había hecho abrir los ojos había sido Guste y no yo misma.

El timbre sonó, despertándome de mi ensoñación, provocando que Lady S diera un brinco, preparada para el ataque. Intenté arroparla entre mis brazos para tranquilizarla, aunque ya era demasiado tarde.

Supuse que se trataba, una vez más, de Bastien, intentando arreglar lo que ya había roto, incitándome a desconfiar de mi jefe de nuevo para volver a caer en sus redes.

Sin embargo, el timbre tan solo sonó una vez y, tras más de un minuto de espera, quien fuera que estuviera allí abajo no había intentado insistir, algo que, desde luego, había hecho Bastien a cada segundo que pasaba durante los siguientes cinco minutos desde su primera llamada.

Esperé algo más antes de oír el timbre de nuevo y, finalmente, me levanté cuidadosamente sin soltar a mi ardilla para llegar hasta donde se encontraba el telefonillo.

—¿Quién es? —pregunté, cuando descolgué, siendo aquella una de las primeras veces que usaba aquello.

Oí a alguien aclararse la garganta tras la línea y pude deducir que se trataba de un hombre, aunque no estaba segura de cuál.

—Jon —respondió, tras carraspear de nuevo.

Fruncí el ceño, sin comprender qué estaba haciendo mi compañero de trabajo en mi apartamento.

—¿Qué quieres?

Me observé el maravilloso atuendo que componía mi pijama de satén, esperando no tener que permitirle subir a mi piso sin que fuera estrictamente necesario.

—Estaba preocupado por ti —dijo en un suspiro poco convincente.

—¿Qué quieres? —repetí.

Le oí resoplar, probablemente agobiado por mi insistencia, pero yo no iba a abrirle hasta que me diera una buena razón para hacerlo. Si había decidido apartarme durante un maldito día de la sociedad, tendría mis razones para hacerlo.

—Narciso estaba preocupado por ti. Él me ha enviado —soltó, finalmente.

Apreté los labios, sin saber qué responderle a aquello. ¿Por qué no habría venido mi jefe a verme en persona?

Esperé varios segundos antes de decidirme a desbloquear la puerta, algo contrariada.

Solté a mi ardilla sobre el sofá y me deshice el terrible moño deshecho que había improvisado aquella misma mañana al levantarme, peinándome posteriormente con los dedos para no parecer una auténtica vagabunda.

Me alisé con las manos el pijama satinado e intenté colocar el elástico de los pantalones por debajo de mi cintura para que no fueran tan extremadamente cortos, aunque tan solo fue para perder algo de tiempo, porque aquella imagen que iba a proporcionarle al elegante Selecto probablemente le haría bajar las escaleras de nuevo.

Suspiré, antes de abrir la puerta para que no le diera tiempo a tocar el timbre, pero él ya estaba allí, a pocos centímetros de mí, con el puño preparado para golpear la madera blanca con sus nudillos.

Levanté la cabeza para mirarle a los ojos y vi la absoluta confusión en su rostro.

—Pero si no tienes mirilla —murmuró, frunciendo el ceño—. ¿Cómo has sabido que...?

No le di tiempo a terminar, pues le agarré del brazo derecho para arrastrarlo hacia el interior de mi casa. No podía permitir que mi loca vecina apareciera de un momento a otro e intentara hacer lo mismo que con Guste días atrás, porque probablemente el Selecto no iba a soportarlo.

Cerré la puerta con la misma rapidez con la que había entrado Jon y, tras darme la vuelta hacia él, pude advertir que sus ojos recorrían mi cuerpo con su habitual impasibilidad, aunque, al darse cuenta de que le estaba observando yo también, evitó por todos los medios mirarme a los ojos.

Debió de ver a mi ardilla pelearse con aquel cojín del sofá, pues, casi sin pensarlo, se dirigió hacia ella y la arropó entre sus brazos, sonriéndole tímidamente, como si fuera un bebé. Sorprendentemente, Lady S no se quejó.

—Le gustas —murmuré, alzando las cejas.

Pronto recordé que la verdadera razón por la que Jonhyuck había subido a mi apartamento no era precisamente la de querer coger a mi ardilla.

—¿Por qué te envía Narcisse? —pregunté, tras carraspear, dirigiéndome hacia el sofá en el que él acababa de sentarse.

Sin mirarme, se colocó a Lady S sobre los muslos y la acarició con su gran mano, casi ocultándola bajo sus largos dedos.




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