Querido jefe Narciso

Capítulo setenta y cinco

Clavé una aguja en la tela de satén para sostener el bajo de la falda a la altura que Claudine había deseado, midiendo con exactitud los centímetros que la separaban del suelo.

Todavía sentía temblores en el cuerpo derivados de mi felicidad al saber que aquel mismo saco de tela que ahora cubría uno de mis maniquíes en el salón iba a desfilar por la pasarela de la Semana de la Moda en tan pocas semanas.

Hacía tan solo dos días que había conocido la noticia y cada vez me sentía más y más nerviosa por ello, aunque también era un alivio poder pensar en mi trabajo y no en mis sentimientos confusos.

Bastien había seguido insistiendo en hablar conmigo y yo había seguido negándome, porque no estaba lista para ver al hombre al que hacía días habría jurado que incluso quería y que había jugado conmigo como si yo no valiera nada.

Me pinché el dedo al intentar cambiar el bajo de la parte derecha de la falda, devolviéndome a mi trabajo y a la realidad. Era mejor no pensar en nada más que en aquel supuesto vestido.

Me aparté ligeramente antes de sonreírle a mi propio trabajo, satisfecha con mis últimos arreglos, los mismos que me había exigido Claudine y que yo no había rechazado, ya que ella era la Laboureche y yo tan solo su fiel seguidora.

La falda debía ser voluptuosa, revestida con tul y sujeta al corpiño con firmes pespuntes y no con un cinturón como había imaginado yo. La parte superior debía ser rígida como un corsé, para que las mariposas de cristal que había encargado la jefa de taller a la cristalería favorita de Laboureche se pudieran sujetar con firmeza y no fueran simples insectos de papel volando con el movimiento de los pasos de la modelo que lo vestiría, Kira Javert.

Suspiré, colocando la aguja que tenía en la mano en mi acerico rojo, que debía de serlo más ahora que me había pinchado.

El timbre de mi puerta sonó, provocando que apartara la mirada, por primera vez en las últimas cuatro horas, del maniquí.

No había oído el del portal, así que supuse que no se trataba de alguien externo a mi edificio y recé a todo el que pudiera escucharme porque no se tratara de mi vecina, porque suficiente tenía ya con su recuerdo.

Limpié la sangre de mi dedo con un retal que había en el suelo y, acto seguido, fui a abrir, curiosa.

Gracias al cielo, o tal vez no, mi vecina no era la que se encontraba allí frente a mí y tampoco ninguno de los demás.

Levanté las cejas por la sorpresa al ver al hombre frente a mí, con su impasibilidad irremediable reflejada en su esculpido rostro.

—No digas nada —ordenó, acercando su dedo índice a mi rostro para presionarlo contra mis labios antes de mirar a su alrededor, sin darme explicaciones de sus actos repentinos.

Di un paso atrás para intentar deshacerme de su mano, aunque él dio uno hacia delante, entrando en mi apartamento, cerrando la puerta con cautela y, tan solo cuando lo hubo conseguido, apartándose de mí.

—¿Qué haces aquí? —pregunté y él tan solo sonrió.

Sentí mi corazón paralizarse al ver aquel simple gesto, tan remoto e inusual como que me tocara la lotería, pero allí estaba, en su simétrico rostro iluminado por aquellos dos vibrantes ojos azules.

—Vengo a por ti —dijo con picardía, guiñándome un ojo, sin borrar su icónica sonrisa.

Fruncí ligeramente el ceño y, finalmente, suspiré, intentando relajarme.

—Guste, estoy trabajando y... No me apetece hablar contigo.

Él negó con la cabeza, como si estuviera en desacuerdo con mis palabras.

—Son las ocho y media de la noche y yo no soy mi hermano. Yo sí te caigo bien —expuso, apoyándose en la misma pared de la puerta, sin apartar su mirada de mí.

—No es que Bastien me caiga mal, Guste. Es sólo que... Lleva engañándome más de un mes y yo, como una imbécil, me he tragado todas sus mentiras. Entiéndeme, verte a ti es casi como verle a él y no creo que esté lista para ello, no todavía —le dije, sin devolverle la sonrisa.

—Yo fui quien te contó lo de mi hermano y creo que hace tiempo que logras diferenciarnos. Él es el guapo y yo el perfecto, por si no lo recuerdas —insistió, divertido.

¿Qué estaba haciendo aquel hombre en mi casa?

—Sé que te ha pedido él que vengas.

—A mí nadie me da órdenes. Soy Louis Auguste Dumont, por el amor de Dios —soltó, esta vez más serio, cambiando su espléndida sonrisa por un ceño fruncido, más adecuado a su personalidad—. Si vengo, es porque quiero.

—¿Y por qué quieres? —pregunté, cruzándome de brazos.

—¿Y por qué no?

Esta vez fui yo la que sonreí.

Logré esquivarle para volver al centro del salón, donde se encontraba mi proyecto de vestido, el cual, visto lo poco evolucionado que estaba, no merecía ni siquiera que lo tapara para que el mayor rival de Laboureche lo viera.

—He leído en la Modern Couture que vas a diseñar el último vestido del desfile —dijo, observándome cuando me coloqué de rodillas frente al maniquí.

Yo asentí con la cabeza, aunque no le confirmé absolutamente nada. Lo que me faltaba era que Claudine pudiera echarme encara el haber revelado nuestra obra protagonista a su ahijado, quien mostraría sus diseños en la pasarela un día después que nosotros.

—¿Por qué me da la sensación de que cuando vienes es para decir lo que has leído sobre mí? —pregunté de pronto, antes de sostener una de mis agujas más gruesas entre los dientes.

Él, en silencio, se acercó a mí, antes de agacharse en cuclillas, sin permitir que sus pantalones rozaran el suelo lleno de retales a su alrededor.

Alargó un brazo y alcanzó la aguja entre mis dientes para sacarla de allí con cuidado. La observó entre sus dedos y, sin darme tiempo a hacer nada más, la clavó en el acerico que todavía llevaba en mi muñeca, muy concentrado en sus movimientos.

—No vuelvas a hacer eso. Puedes hacerte daño —me advirtió, como nunca lo había hecho mi madre.

Arrugué la nariz, confusa por su repentina preocupación y porque no hubiera respondido a mi pregunta y, finalmente, suspiré.




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